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Pregón Fiestas de La Orotava 2015

POR LEJOS QUE ME FUERA YO VOLVERÍA

 

Pregón para las Fiestas de La Orotava

 

Pregón 14

Si hay algo hermoso en las despedidas del lugar en el que hemos vivido, no es solo lo que dejamos atrás, sino, sobre todo, la esperanza del regreso. Y el título de este pregón, Por lejos que me fuera, yo volvería, que son los dos últimos versos de un estribillo que compuse a los 11 años y  fue premiado por la Sociedad Liceo Taoro en 1960, lo confirma.

Tal parece que esos versos escondían algo premonitorio pues, nueve años más tarde, dejé La Orotava para irme a vivir a Santa Cruz. Sí, es cierto que el lugar no está lejos en el espacio, pero sí lo estuvo en el tiempo. Un tiempo en el que la memoria fue acumulando vivencias que, un día como el de hoy, devuelvo a esta Villa que me vio nacer.

Todos sabemos que la memoria inmortaliza la experiencia vivida, deshaciéndola del tiempo, perpetuándola en la palabra dicha o escrita. Pero, cuando acudimos al recuerdo, lo hacemos de manera selectiva y, al mirar atrás, la memoria nos devuelve el paisaje o la experiencia no tal y como nos impactó cuando lo contemplamos o la vivimos por primera vez, sino modificada de acuerdo con nuestra particular forma de ser y de sentir.

De ahí que el tiempo o el lugar que describimos sea diferente al vivido, pues la memoria y la ensoñación lo convierten en algo nuevo.

Siempre he pensado que el olfato es el sentido de la memoria y que nuestra infancia eterniza los olores. Por eso, cualquier olor aislado o una mezcla de ellos nos lleva a un olor único, recordado e íntimo de un momento de nuestro ayer.

Así, el olor a pan recién hecho y a plátanos fritos me remite inmediatamente a mi niñez, cuando, de regreso del colegio, llegaba hasta el Teatro Atlante- hoy, desgraciadamente desaparecido-. Hasta allí llegaba el olor a pan recién hecho que salía de la panadería de doña Jovita, una panadera que vigilaba, atenta, desde su silla de anea, las labores de amasado de su hijo, al que daba unas firmes instrucciones, como gran conocedora de los secretos que encerraban la harina, la levadura o la sal…, mientras yo, que esperaba a que saliera el pan del horno, miraba con la boca abierta.

Ese olor a pan, que se mezclaba a veces con el de plátanos fritos de alguna casa vecina, hacía que me detuviera para aspirar aquellos aromas y saborear, anticipadamente el pan crujiente que me esperaba en casa.

 

Junio olía a flores y a brezo, a carburo, ventorrillo y bosta de animales. En definitiva, a fiestas y romería.

Se estrenaba vestido. Era un rito más. ¡Cuidado con los cochitos de choque y con la grasa de las norias! Molestan los zapatos nuevos y hay que ponerse un esparadrapo y aguantar.

La  plaza de La Constitución preparaba su kiosco para las bandas de música que amenizarían los paseos,  el cortado con algún dulce seco, o el refresco tomado en las pequeñas mesas que lo rodeaban, mientras las turroneras sonreían a todos los que se acercaban a comprarles las famosas tortitas de miel y almendras ( a veces manises) o las dulcísimas rapaduras, y un olor a adobo salía, invitador, de los ventorrillos.

La noche de la víspera de la Octava del Corpus, uno de los días grandes de la fiestas, iba con algún familiar a contemplar cómo mujeres de todas las edades, sentadas alrededor de grandes tableros, deshojaban miles de flores y las agrupaban según el color de sus pétalos.

La mezcla de aromas y la algarabía que se respiraba allí me asombraban y no podía dejar de mirar y oler, al tiempo que apretaba la mano de quien iba conmigo, tal vez para cerciorarme de que lo que contemplaba era real.

En esos momentos me hubiera gustado ser una de esas manos y deshojar rosas, malvaviscos o margaritas, esas flores del “me quiere, no me quiere” con las que siempre hacíamos trampa a nuestra conveniencia.

Los hombres traían sacos llenos de brezo triturado que serviría de fondo a los tapices, y el olor que desprendía me transportaba a  bosques y jardines lejanos

Y La Orotava se convierte de pronto en miles de Penélopes que tejen con flores sus telas, aun sabiendo que serán deshechas, al día siguiente, con la luz del ocaso.

Esa misma noche aprovechábamos para ver la alfombra del Ayuntamiento, si teníamos suerte, desde uno de sus balcones. El olor es ahora a tierra humedecida, no fuera que una racha de viento jugara una mala pasada y malograra tantas horas de intenso  y hermoso trabajo.

Nuestros ojos se impregnaban de los colores de la tierra volcánica que fue nuestro origen: ocres, verdes, grises, rojos… Y, en el centro de la plaza, el gran tapiz. Pintura de arena que, frecuentemente representaba alguna ceremonia en torno a la eucaristía, o un pasaje bíblico y que también desaparecería al día siguiente, mientras el coro de Santa Cecilia, al que pertenecían mi madre y mi tía, y en el que me colaba, simulando cantar para disfrutar del espectáculo desde un sitio privilegiado, entonaba el “Tantum ergo” y el sol se ocultaba tras la Iglesia de la Concepción.

A todos nos quedaba un sabor agridulce, cuando veíamos que nuestras pisadas habían ido borrando el rastro de lo que antes era una paloma, unas manos tendidas, un cáliz.

Era entonces cuando las flores y el brezo exhalaban su olor más intenso, como si supieran que el momento cumbre de su belleza era también el de su destrucción. Y de esta manera, la belleza de lo efímero nos atrapaba, precisamente por esa condición de caducidad que tanto se acercaba a nuestra propia existencia.

Atrás quedaba nuestro recorrido por las empinadas calles de adoquines y las hermosas y señoriales casas del centro histórico que se nos ofrecían como una promesa de continuidad en el tiempo.

Era un itinerario especial, en el que mis ojos siempre encontraban algo nuevo. Bastaba con levantar la vista y allí estaba la Iglesia de la Concepción, con su bella cúpula de tambor, flanqueada, a manera de centinelas, por dos torres, la del reloj y la de las campanas que ese día no paraban de repicar.

A mi espalda, por la acera derecha, la casa Salazar, convertida hoy en Universidad privada, y al fondo, en la calle Tomás Zerolo, -más conocida por la calle del Agua- la casa Machado Llarena, de la que me siempre me llamó la atención su fachada modernista con su balcón, de acceso circular, decorado con motivos propios de esa época.

Pero había que continuar, y subíamos por la trasera de la iglesia, con parada obligada ante la alfombra de los Monteverde que parecía superarse cada año, arriesgando en los relieves de sus figuras humanas y de animales.

Había que doblar la esquina para tomar por la calle de la Carrera. El sol del mediodía, aunque tamizado por una ligera capa de nubes, hacía sentir su fuerza. Una nueva mirada me conducía a la Casa de los Balcones, en la hermosa y pendiente calle de San Francisco, donde se encontraban el cementerio, el asilo con su gran arco de entrada y el convento. Enfrente, una pequeña plaza ajardinada, los lavaderos que, en esa época, aún prestaban sus servicios, y el comienzo de la llamada Villa de Arriba. ¡Qué aventura subir aquellas adoquinadas y pendientes calles, con el olor a gofio de los molinos, hasta llegar a la plaza y la Iglesia de San Juan. Esa iglesia a donde, noveleras y curiosas, subíamos, cada Viernes Santo para ver cómo enterraban la imagen de un Cristo en una especie de baúl cuya tapa dejaban caer, con el consiguiente estruendo que retumbaba en las paredes de la iglesia y sonaba como  a amenaza de terrible eternidad.

Pero vuelvo a mi recorrido. Pasada la alfombra, no menos hermosa y arriesgada, de Isabelino Martín, un gran tapiz llegaba hasta la esquina de la plaza del Ayuntamiento. La topografía tan especial de  La Orotava, con sus calles en pendiente, nos permitía una visión panorámica excepcional de los corridos, esas alfombras que, como cenefas, repetían motivos florales o geométricos y que eran las que más me gustaban- no sabría decirles por qué.

Y de nuevo, en el punto de partida: la iglesia de la Concepción a la que, a veces entraba buscando su frescor y ese olor a incienso que me aturdía y me llevaba a imaginar cualquier misterio.

Pero La Orotava era algo más que ese día o los que habrían de venir; algo más que sus señoriales casas, que sus pendientes calles, sus callejones, sus barrancos; más que el verdor que llegaba hasta el mar, bajo la mirada del Teide que también vigilaba nuestros sueños.

Por eso, un día salí en busca de los otros. Estaban cerca, a dos pasos, unidos en el tiempo y en el espacio de la Villa. Podía sentir sus risas, sus juegos, y yo quería ser una más, jugar a la guerra en los barrancos, saltar a la soga o jugar a la pelota en medio de la calle, hasta que aparecía un coche- lo que ocurría muy de vez en cuando-, e interrumpía por un momento nuestros juegos.

Era el tiempo de tocar la inocencia, cuando la sonrisa materna aún nos protegía de los oscuros miedos de la noche.

Y poco a poco el pueblo fue contándome su historia al mismo tiempo que yo forjaba la mía.

Y surgieron las primeras amistades. Esas que no se olvidan a pesar del tiempo y la distancia. Y con ellas, las palabras en clave que unían nuestros temores, que nos volvían alegres y cómplices. Esa amistad que nos hacía sentir invulnerables y por la que aceptamos el compromiso con la vida.

Hoy siento más la ausencia de aquellos que nos dejaron, pero también la alegría del reencuentro.

Todo se presenta de golpe: El colegio y su educación nacional-católica que me sumía en un mar de confusiones y en el que no faltó alguna que otra discusión con los representantes de la iglesia, por cosas tales como preguntar, cuando me estaban preparando para la primera comunión, que si, como decían, Adán y Eva eran blancos, de dónde habían salido los negros. Pregunta que quedó sin contestar, porque, al parecer yo era una niña de poca fe. Pero yo no escarmentaba y seguía haciendo preguntas “comprometedoras”, para una fe -la de entonces- que no permitía la mínima duda y por la que a punto estuve de acabar expulsada.

Eso te pasa por cuestionarlo todo, me decían.

No tardaría nada en darme cuenta de que vivíamos en un país sin libertades y que el miedo- al castigo o al infierno- era un arma de poder. Una libertad de la que se hablaba en mi casa, pero en voz baja,  porque “las paredes podían oír”, y a saber si eran o no del Régimen…

Sí, como decía Pedro García Cabrera, la isla era un silencio amordazado, y en aquella esquizofrenia en la que yo vivía: educación en colegio religioso, contra los aires de libertad y lucha que veía en mi casa, crecí intentando tener ideas propias. Y nada mejor para ello que la lectura, y a ella me aferré como a una tabla de salvación que, unida a mis primeros pasos en la tarea de escribir, me fue redimiendo de mis contradicciones o haciendo que las aceptara como parte de mí misma.

Pero, siguiendo con la amistad, si algo me gustaba el colegio era porque allí me encontraba con las amigas. Hablábamos de todo: de las fiestas, del cine, de las monjas y sus rarezas, de los chicos que ya nos rondaban. A veces, alguna confidencia nos conmovía y hacía que nos sintiéramos más unidas.

Y allí estaban Isabel, Laura, Leonor, Aurora, Fefa, Juani, Áurea, Carmen y un montón de compañeras más.

A la salida del colegio, una escapada a la plaza para ver a “los chicos”, Jaime, Carlos Tomás, Miguel, Toño, Óscar, Santiago, Tino, Bernardo, Francis, Paco, Medina…que, en una esquina simulaban- muy mal por cierto- no estar esperándonos.

El problema estaba en que si alguno o alguna de los que llamábamos correveidiles, nos veía, no tardaría en informar a las monjas y la reprimenda no se iba a hacer esperar. Y es que eso de estar con chicos y encima con el uniforme del colegio era casi casi un pecado o, como poco, una barbaridad.

Sí, la verdad es que eran una barbaridad aquellos uniformes de marineras de tierra adentro, cuya estética dejaba bastante  que desear.

Además, el riesgo de que nos vieran nos servía de acicate. Luego venía lo de déjame por un lado que de allí viene fulanito, o vamos a dividirnos de tres en tres o de dos en dos…Y yo más seria que un guardia, llena de los complejos de una adolescente alta y algo flacucha, que además era un poco rarita porque le gustaba escribir y, encima, poesía. Así que en eso de ligar lo tenía bastante difícil.

Sin embargo, lo importante para mí era la amistad, la pandilla de chicas y chicos entre los que no faltaron los primeros amores, las primeras traiciones, los primeros celos, los secretos.

Era el tiempo en que soñábamos con caricias y no comprendíamos (o tal vez sí) aquel escalofrío que nos sorprendía ante la proximidad del otro. Era como un temblor extraño que venía de muy lejos, de lo más profundo de uno mismo.

Pero por encima de todo, nuestra ilusión por la vida, las miradas cómplices, los descubrimientos.

 

Se acercaba el solsticio de verano y La Orotava se vestía de fiesta.

Después del Corpus, el baile de magos que organizaba el Liceo Taoro y del que recuerdo, como si fuera hoy, a la feliz pareja que formaban mis padres con el traje tradicional, bailando en el patio del viejo Liceo. Casi al final del baile, la elección de la Romera Mayor, al día siguiente la romería chica y por fin, el domingo, la Romería en mayúsculas.

Todo era un corre, corre para llegar temprano a San Francisco-  lo que nunca logramos-

Mi hermano Domingo, con el entusiasmo y la alegría que siempre le caracterizó, lo tenía más fácil y, aparte de lo que tardaba en abrocharse las dichosas polainas de cuero, estaba listo en un periquete y salía a buscar a sus amigos cantando con su vozarrón “esta noche no alumbra”.

Y yo sudando bajo aquella falda de lana, con el justillo, la capa y el sombrero. Y mi abuela diciendo: “no vayas a olvidarte del timple,” y yo rasguea que te rasguea hasta que los dedos se ponían al borde de la llaga. Pero estaba el encuentro con los demás amigos y sus trajes de magas y magos, dispuestos a ser los mejores de la fiesta.

Así formábamos una improvisada parranda, y a mi cabeza volvía el estribillo: Valle de La Orotava, /rincón de flores,/ con tus fiestas alegras/ los corazones/ Para ver tus alfombras/ y Romería/ por lejos que me fuera/yo volvería. Un estribillo que ya había dejado de pertenecerme para ser de quien o quienes lo cantaran.

San Isidro y Santa María de la Cabeza, llegaban por fin a su ermita del Calvario, pero aún no terminaba la fiesta. Porque en mi casa, como en casi todas las casas de la Villa, se reunían familiares y amigos, alrededor de una mesa llena de papas, queso, gofio y carne en salmorejo, además de un vino del país que, a veces era un poco pirriaca y nos auguraba un dolor de cabeza.

Y mi madre, que no se prodigaba mucho en eso de tocar el piano- lo que aún no me explico- se sentaba ante él, lo abría y sus manos empezaban a interpretar unas folías, con tal entusiasmo, que a pesar de que lo repetía cada año, como un rito, a mí me seguía causando un hormigueo en el estómago. Tal vez por eso la folía es mi copla preferida.

Si ese año estaba por allí mi tío abuelo Jesús y su familia, este cogía la guitarra y mi tía María Luz ponía su voz a folías, isas y malagueñas que los demás coreábamos con más o menos acierto.

Era un fin de fiestas especial que al día siguiente recordaríamos con nostalgia.

La Orotava despierta poco a poco. La feria se desarma, dejando manchas de grasa y olor a gasolina donde antes había una noria o un tiovivo. Las turroneras recogen con rapidez sus puestos pues otro pueblo las espera.

En las calles hay una mezcla de olores, no precisamente agradables, que nos confirma el final del jolgorio y que pronto es sustituido por un fuerte olor a zotal que termina con todo.

El piano de mi casa vuelve a cerrarse hasta una nueva ocasión y todo permanece a la espera.

Yo volvía a vestir aquel horrible uniforme de marinera y con pocas ganas de volver al colegio, pasaba a buscar a Isabel, una de mis primeras y mejores amigas a la que hoy dedico un recuerdo especial, igual que a todos los demás amigos que nos dejaron.

Vivíamos muy cerca y ella, mucho más novelera que yo, me hacía reír con sus ocurrencias y avatares. Más adelante nos encontrábamos con Laura y Leonor y juntas comentábamos aquellas fiestas. Los recuerdos se mezclaban con la imaginación y los deseos, y nuestra amistad se hacía cada vez más fuerte.

Poco a poco, el Valle retoma su andar cotidiano. Las hojas de la fiesta y el verano vuelan hacia el mar, y la memoria renace, una vez más, de las cenizas.

Aún nos llegan, cercanos, el olor de la fruta, los ojos, la sonrisa, la memoria del otro, de los otros. Y mi niñez vuelve a subirse a los tejados y, bajo la vigilancia del volcán, mira hacia el mar y sueña.

 

Cecilia Domínguez Luis