Opinión

Anónimos

Hace ya casi un mes que entró la primavera y sigo sin cansarme de contemplar la jacaranda totalmente florecida que hay frente a mi casa y, al pasar por la Rambla, me es inevitable alzar la vista para ver cómo florecen sus hermanas.

Sí, señores, todo florece: las flores, los sentimientos, los afectos y, también, algo que no tiene una época determinada para florecer pero que parece que la primavera hace propicio, mal que nos pese. Me refiero a eso tan viejo como los celos o la envidia, el rencor o cualquier otro calificativo que se pueda aplicar  a lo que debe sentir quien lo escribe.Sentimientos que por lo general se dirigen a un emisor cuyo único «pecado» es ser coherente con sus ideas y  manifestarlas sin miedo. Me refiero a los anónimos.

A estos que lo hacen, me gustaría responderles con un fragmento de un artículo de Javier Marías, en el que recoge unas palabras de su padre y dice:“No”, contestó, “nunca hay que tener miedo a un anónimo o a un pseudónimo; eso es lo que intentan, que se amedrente uno y deje de decir lo que piensa. No hay que darles el gusto de que se salgan con la suya… Son cobardes, como lo prueba que se oculten y ni siquiera se atrevan a dar su nombre. Al revés, hay que seguir adelante”.

Y como de Anónimos se trata, quiero terminar con un poema que pertenece a un libro inédito que aún estoy escribiendo.

ANÓNIMO

Quiero saber qué tienes contra mí.
Si el alma se te hundió
hasta la cenagosa gruta de la mía.
Yo apenas la visito.
Fuera se expande
todo lo que marqué a fuego en las paredes.
A mí ya no me alcanza tu fiebre
ni el purpúreo color con que cubres tus prismas.
¿Acaso no te llega ese preciso arder
que despierta los gallos?
Nocturna cae tu brasa
                                sobre el agua.

 

Y, como dijo un revolucionario, hace ya 21 siglos: «Quien tenga oídos para oír, oiga.»