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CULTURA E IDENTIDAD

Después de varios días de inactividad (me refiero al blog, claro, porque yo no he parado), aprovecho para «colgar» mi discurso de ingreso en el Instituto de Estudios Canarios, leído ayer, 13 de junio.

 

 

CULTURA E IDENTIDAD

Desde mi ventana veo la ciudad. Al fondo el mar y la cordillera de Anaga. Es una tarde de primavera y el ladrido de los perros parece anunciar un ocaso que se despliega en nubes sobre el macizo.

Contemplo este paisaje como hace tiempo contemplaba otro diferente, desde la baranda de mi niñez; pero tanto en uno como en el otro, el mar se ofrecía- en aquella época algo más lejano- invitándome a cualquier viaje, mientras el volcán vigilaba a mis espaldas.

En esos momentos, los de mi infancia, creo que ya era consciente de que mi mirada iba más allá de aquella frontera marina que acababa o empezaba- esto nunca lo he tenido muy claro- en una línea horizontal y lejana. Y ese mar eran todos los mares, y el volcán y las cordilleras eran todos los volcanes y cordilleras que existían en una realidad a la que viajaba con la imaginación. Luego aparecerían en mis lecturas, en mis conversaciones con los otros y en mis viajes, esta vez reales.

Todo cambia y no solo el paisaje sino también nuestra mirada sobre él. Porque no solo el paisaje es espacio sino que, como nuestra mirada, es también y tal vez sobre todo, tiempo. No es el de hoy el paisaje sobre el que dimos nuestros primeros pasos- sea este urbano o no-, ni aquel en el que aprendimos la necesidad del otro, ni siquiera el que contemplamos ayer.

Creo que todos saben que yo no nací en una ciudad, y el hecho de haber nacido en un pueblo, La Orotava –en aquellos tiempos, al menos era un pueblo- y de haber pasado allí los primeros veinte años de mi vida, hace que mi visión del espacio urbano sea necesariamente diferente de la de aquellos que han nacido en él, pues, como confieso en uno de mis poemas “nada suyo es ajeno pero tampoco mío.”

Mi primer recuerdo de Santa Cruz, la ciudad que mi destino- o tal vez yo misma- eligió para vivir, está unido al asombro, un sentimiento tan fuerte en la infancia, ansiosa por descubrirlo todo. Y ese primer asombro ocurrió, en uno de esos viajes que hacíamos, de vez en cuando, no recuerdo muy bien por qué motivos, al llegar a la curva de Vistabella. Desde allí se me ofrecía la ciudad, y mis ojos se quedaron fijos en el muelle que, por aquel entonces, tenía un tráfico intenso de cargueros y enormes barcos que traían y llevaban promesas de vidas más afortunadas al otro lado del océano. El macizo de Anaga se recortaba a la izquierda bajo un sol de mediodía que contribuyó a engrandecerlo todo.

Era la ciudad de entonces, inmensa, llena de anuncios luminosos, con un puerto que olía a mar, a gasoil, a pescado frito, a vino rancio y tabaco negro, en una mezcla que quedó grabada para siempre en mi memoria. No en vano es el olfato el sentido que mejor atesora nuestros recuerdos.

Una corta estancia, en mi recién estrenada juventud, me brindó una ciudad distinta, de paseos por las dársenas y los parques, del cine, de las visitas, en pareja, al cañón “Tigre” en Paso Alto, de las primeras cervezas en los quioscos de la Rambla. Distinta la ciudad y distinta también mi mirada.

Hoy, desafortunadamente, no podemos decir eso de “ir a dar un paseo por el muelle.” Los contenedores impiden nuestra cercanía al puerto, al mar de esa ciudad por la que caminamos cada día, lo que no contribuye precisamente a embellecerla, y eso que comparto lo que dice Alejo Carpentier en su bello texto, El amor a la ciudad, refiriéndose, por supuesto, a La Habana, pero que puede aplicarse a cualquier ciudad canaria, abierta al mar. Así escribe que existe «un clima que propicia flores en todos los tiempos; un cielo que no cubre los pavimentos con lodos grises; una situación geográfica que pone decoración de mar, nubes o sol, al final de cada calle. Y sin embargo…»

En ese “sin embargo” está también nuestra mirada que ya, inevitablemente va desmitificando todo aquello que un día nos llevó a amar la ciudad y que ahora solo existe en lo que recordamos o imaginamos pero a la que, a pesar de todo, seguimos amando, y buscando en ella rincones para el asombro.

Y es que de lo que no fui consciente en aquellos años era de que el paisaje estaba vivo, no solo por el hecho de que yo lo contemplara sino porque, al hacerlo, lo ponía en relación con el mundo. Y pienso que es ahí donde tal vez resida nuestra conciencia de identidad.

Hace unos días, casualmente, estaba leyendo una novela de Amin Maalouf, titulada Los desorientados, y en una de sus páginas me encontré con esta reflexión del protagonista, un exiliado que regresa a su país. Dice: «Nací en un planeta, no en un país. Sí, claro, también nací en un país, en una ciudad, en una comunidad, en una familia, en una maternidad, en una cama… Pero lo único importante para mí y para todos los seres humanos es el hecho de haber venido al mundo. ¡Al mundo! Nacer es venir al mundo…»

El protagonista ha tenido que abandonar su patria y, en cierta forma, rechazar sus orígenes, pero regresa y se da cuenta de que el paisaje ha cambiado, han cambiado sus habitantes pero, sobre todo, ha cambiado él mismo. Un nuevo Ulises que, sin embargo, descubre que sigue amando aquella Ítaca a la que regresa.

Abandono y regreso, desarraigo y asimiento, he aquí los dos factores entre los que oscila nuestro diario acontecer.

Es indudable que la comunidad, la familia, el entorno cercano, influyen en nuestra manera de ser, de sentir y de comportarnos, pero el hecho, en nuestro caso, de haber nacido en una isla, no puede o al menos no debe suponer que nos repleguemos sobre nosotros mismos en una falaz y estéril endogamia que nos fagocite y nos impida entender no sólo ya el mundo sino nuestro propio espacio. Porque esto, que yo considero una incapacidad, nos puede llevar al gran error de creer que construyendo una muralla hecha de miradas complacientes hacia nuestro acotado paisaje, damos una mayor muestra de amor por el lugar en el que nos ha tocado vivir. Y nada más lejos de la realidad. Por el contrario, esos mismos muros pueden agigantarse de tal manera que nos engullan y, entonces, no nos gustará la imagen que contemplemos en el espejo. No solo la nuestra porque, a nuestras espaldas, veremos un paisaje, al que pretendimos amar en exclusiva, convertido en una especie de tótem rígido, sin vida, al que adoramos en una lengua, la nuestra, que se degrada a fuerza de escuchar, como diría Antonio Machado, “el coro de los grillos que cantan a la luna”.

No voy a hablar aquí de regionalismo, de cosmopolitismo o de universalismo. De ello ya han hablado y escrito personas más cualificadas que yo, pero sí de algo que me preocupa.

 

Somos islas, somos canarios; pero lo somos así, naturalmente, sin alardes de nada. Se es canario no se “va de canario”.

Por eso es tan necesario el viaje. Por supuesto no me refiero a un viaje físico- que también- al que soy tan poco dispuesta, sobre todo por el hecho de tener que coger un avión, miedo atávico que se sobrepone a ese otro deseo también atávico de volar. Me refiero a poder y saber distanciarnos de nuestros orígenes, aunque con la intención y el deseo de regresar y relatar nuestro viaje pues, si no lo hiciéramos, nos quedaríamos en esa región difusa que es la del olvido de nosotros mismos.

Pero de un tiempo a esta parte (me temo que desde demasiado tiempo), quieren cambiar nuestro relato, y no porque nos tracen fronteras las que, por otra parte, son necesarias en cuanto confirman nuestra condición de habitantes de un lugar, sino porque quieren hacer de ellas y de nuestra identidad- como todo, cambiantes- algo inamovible, diciéndonos qué debemos amar y qué rechazar.

Y así, en nuestro viaje, vamos escuchando cantos de sirenas que nos pueden precipitar contras los escollos de la ignorancia, vamos encontrando Circes engañadoras que nos distraen de nuestros deseos de continuar, dioses esquivos, flores de loto que nos traen el olvido, miradas que nos convierten en piedra. De tal manera que, a veces, perdemos el rumbo y es entonces cuando aparecen esos “salvadores” esgrimiendo una brújula imaginaria que llaman cultura y de la que no tienen la menor intención de valerse si no es para reconstruir nuestro relato con su mirada reductora; cambiar nuestra ruta, señalándonos su camino, contaminando nuestra mirada, llenándola de voces que aprisionan y esfinges que miran hacia un pasado que, si ha existido, es irrecuperable y todos sabemos por qué; pretendiendo, en un alarde de populismo hacer pasar por popular lo populachero cuando no lo vulgar, en un claro menosprecio por el pueblo.

 

Y se les llena la boca hablando de una cultura de romería- algunas ciudadanas de reciente invención-, de exhibiciones supuestamente autóctonas o de un carnaval que, lejos de ser del pueblo se hace de cara a una galería y que a nada enriquecedor conduce. No hay más que echar una ojeada a la programación de nuestra televisión autonómica y ver, si nuestra voluntad lo resiste, algún que otro programa. Contando, claro está, con la proverbial novelería del pueblo, manipulan con lo superficial, con el “ritmo sabrosón” y paseos de vírgenes morenas, de tal forma que acudimos en masa a estas manifestaciones «populares» que rozan la idolatría.

Cómo cambiaría nuestro panorama, si esta misma afluencia, digna de figurar en el libro de los récords guinness –de hecho creo que ya, no sé por qué “extraordinarios” eventos, lo hace-, se hiciera por una educación, una sanidad y una cultura de calidad y para todos.

Y que conste que no reniego ni mucho menos de las tradiciones ni del folklore, ni del gofio y el lagar ni del timple que, por cierto toco – muy mal, eso sí-, porque todo ello forma parte de nuestra cultura, al ser manifestaciones que contribuyen a lo universal humano.

Pero ¿es que no cuentan para esa mirada narcisista aquellas otras manifestaciones de arte, literatura, música, teatro o cine que no están de acuerdo con sus prédicas? Evidentemente, no,

Desconfiemos, pues de esa llamada cultura.

Claro que no podemos echarles a ellos- y con ellos me refiero a los poderes pretendidamente fácticos, como habrán imaginado- toda la culpa. Realmente lo que a estos les interesa es seguir, hablando mal y pronto, “con la sartén por el mango”. Porque, hay que reconocer que nuestra cultura, en esa ambigüedad, también tan nuestra, de defender lo indefendible o despreciarlo, de atacar lo foráneo o acogerlo sin reserva, se ha ido debilitando, o tal vez ya era débil.

Y es que, mal que nos pese, no podemos hablar de testimonios aborígenes, más allá de los pocos que conocemos, como algo lo suficientemente sólido como para asentar las bases de una cultura cuya razón de ser es, precisamente, un enriquecedor mestizaje. Pienso que no hace falta recordar aquí que los vestigios de nuestra lengua son escasos, que nuestra cultura, antes de la llegada de los conquistadores era la neolítica y la transmisión de esa cultura era oral, con los peligros que tal circunstancia entraña. Y tampoco me convencen aquellos que, en un intento por buscar unas señas de identidad perdidas, abogan por “reconstruir” una lengua y una cultura propias- de todos es sabido que uno de los factores más importantes para poder hablar de identidad es la lengua-. Y pretenden hacerlo a partir de África, más concretamente, del pueblo bereber, sin tener en cuenta que la lengua y la cultura de ese pueblo, del que se dice vinieron los primeros pobladores de Canarias, evolucionaron a lo largo de los siglos en su continente de origen, mientras que, debido a nuestra circunstancia de aislamiento, no ocurrió lo mismo en las Islas y el gran salto fue inevitable. Quince siglos nos contemplaron con asombro.

Y todo esto, sin despreciar una literatura sobre ese periodo o ese mundo aborigen que yo misma trato en un relato juvenil, Yara; un atrevido intento de contar una historia, entre real e imaginada, de un mundo que apenas conozco. No sé si este, pero no me cabe duda de que muchos relatos, crónicas o leyendas que recrean nuestro neblinoso pasado, han interesado e interesan, sobre todo a los canarios. Sin embargo, esto no les garantiza la existencia de una cultura aborigen firme a la que agarrarse.

Lo peor de todo es que, con frecuencia, caemos, bien por exceso bien por defecto en esas trampas. Y de esta manera, o reivindicamos de forma exacerbada que lo “nuestro” es lo mejor, que nada hay más allá de nuestras fronteras que merezca ser tenido en cuenta como nuestro terruño, con un desprecio a lo extranjero y a lo “godo”, -sobre todo a esto último- o rechazamos todo lo que consideramos propio, huyendo de él, en un absurdo provincianismo, como si de algo infecto se tratara y apuntándonos a ese “es mejor todo lo que viene de fuera”, imitándolo sin vacilación.

Dos caras de una misma moneda que no hacen más que demostrarnos una sola cosa: nuestro complejo de inferioridad.

Claro está que me estoy refiriendo a dos extremos, pero me temo que, entre ellos, pendulea nuestro quehacer cultural, porque es muy difícil y heroico estar al margen, emprender el viaje en la certeza de la soledad, el rechazo o el descreimiento. Afortunadamente para nosotros existen aún algunos héroes que se arriesgan a ese viaje en solitario.

E, inevitablemente, en este discurso, tiene que aparecer la palabra. No solo por el hecho de ser escritora sino porque pienso que la palabra es el principal vehículo para transmitir lo que sentimos, para relacionar la realidad con el deseo; porque creo que la palabra y sobre todo la palabra literaria, es una de las formas expresivas que mejor refleja nuestra mirada.

Tampoco escapa ella de esa visión reductora, de ese afán por reivindicar algo que no necesita reivindicarse o, por el contrario, de esa voluntad provinciana de no querer significarse como habitante de este espacio insular y atlántico, diluyéndose en una imitación, a todas luces forzada (dígase el empleo de la segunda persona del plural o la pronunciación, en el caso de la lengua hablada o leída, de las “c” o las “z”, por poner algunos ejemplos), lo que dice poco de nuestra identidad como escritores y como personas.

Como escribí en un artículo publicado en mi blog, titulado, precisamente, La segunda del plural, «En la Nueva Gramática de la Lengua española, tomo II, pag.1.565, apartado 33.7e, se dice textualmente que: …en el español americano, así como en el de las Islas Canarias y el de gran parte de Andalucía (España), la forma ustedes es la única empleada para dirigirse en plural a varios interlocutores…Y, desde luego, no habla de que sea incorrecto, sino considerándolo parte de nuestra modalidad de lengua.» Y lo mismo dicen en cuanto al seseo, voces tan autorizadas como la de don Manuel Alvar en su Manual de dialectología hispánica, o la de don Antonio Lorenzo Ramos en su libro Sobre el español hablado en Canarias. Por eso pienso que, aparte de algún que otro acatamiento a “imposiciones” editoriales, que aún me cuesta entender, a estos escritores les ocurre lo contrario que a nuestro héroe de la Odisea:

Es el deseo no menos peligroso de un no retorno. Un Ulises que no quiere regresar a su Ítaca y se pierde en el marasmo de una homogenización que nos difumina cada vez más, con la absurda pretensión de hacernos creer que eso es lo correcto, lo mejor ¿Mejor que qué?

Me pregunto si Cortázar, Bolaño, García Márquez o tantos otros escritores hispanoamericanos han renunciado a su variedad lingüística del español, tanto en su vida cotidiana como en su escritura. Desde luego, no conozco ejemplo alguno.

 

Anochece en la ciudad. Todo queda en suspenso, todo se vuelve pregunta, como este texto que ahora termino, mientras las luces del puerto me recuerdan el nuevo despertar de sus calles, y mi sombra se coloca en el lugar exacto que la ciudad concede a mi historia.

Junio de 2013