Literatura

OPÚSCULO

OPÚSCULO

«Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. La temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto, (o sea) despejado.

Mi equipaje de mano era un anorak, porque el sitio a donde iba a iniciar mis estudios de Bachillerato es una ciudad cuyo cielo casi siempre está encapotado.»

Hasta aquí lo que le dejo decir a Bell la protagonista, porque lo que ocurrió después fue tan tremendo que requiere una 3ª persona.

Carlos, el padre de Bell, separado de su mujer por razones que no vienen al caso, la esperaba en el aeropuerto.

Abrazos cariñosos de bienvenida y rumbo a casa, esta vez con las ventanillas subidas.

Esa misma noche, las manos de Belle se retorcían, se aferraban a los travesaños de la cama, pero no se le iba la sensación de vértigo. Si caía, lo haría a un abismo. Si miraba hacia abajo, la negrura del vacío la invitaba a sumirse en él. Hasta le parecía oír una voz cavernosa:«¡Ven, déjate llevar, suelta las manos…te estoy esperando…!»

De pronto el escenario cambió y un cielo viscoso y púrpura precedió la horrísona llegada del Conde.

-¡No escaparás de mí, bella Bell, por más que el advenedizo de Eduardo pretenda salvarte! ¡Yo soy el auténtico. Yo y mis huestes a los que conjuro! Los demás son unos bastardos, escoria infiltrada entre los humanos. Yo y los míos somos la élite y tú has sido la elegida. ¡Todo está aquí, en este opúsculo, escrito y firmado con mi sangre!

Sus manos sarmentosas sostenían unos papeles que de pronto empezaron a arder. Cuando estuvieron casi reducidos a cenizas, el Conde, con los ojos inyectados en sangre, desplegó su capa e hizo mutis por el foro, es decir, se fue volando.

Bell se incorporó en su cama. Sobre la colcha, los restos del opúsculo quemado. Aún con el miedo en el cuerpo, se preguntaba quién sería ese Eduardo, quiénes la habían elegido y para qué. Demasiadas preguntas para su campanera cabecita que apenas pudo descansar.

-¡Bell, date prisa. Vas a llegar tarde al Instituto!

 

UNA NUEVA

 

Apenas desayunó. Sus manos aún temblaban, y la angustia por aquella terrorífica visión – estaba segura de que no había sido un sueño y la prueba era aquellos restos de papeles- la impedía reaccionar. Como una autómata cogió su mochila y se despidió de su padre.

-¿Te encuentras bien, hija? Te veo algo pálida…

La voz de su padre la sacó de su ensimismamiento.

-Sí, papá…Bueno, un poco nerviosa por lo del primer día. Ya sabes.

Tampoco la mañana invitaba. Cuando atravesó el jardín de su casa, una niebla que parecía espesarse a cada paso la sobrecogió. Sintió un frío extraño al entrar en el parque que acortaba el camino hacia el instituto.

Entre la niebla creyó ver a dos muchachos sentados en un banco.«Seguro que uno de ellos va a ser el típico cotilla que le dirá al otro: ¡Mira, una nueva! Y empezarán a decir chorradas», temió.

Según se iba acercando el frío aumentaba. Se detuvo unos instantes. Era como si le faltara el aliento. Uno de los muchachos se levantó.

«Y mi padre decía que yo estaba pálida…»se dijo al contemplar la extrema palidez de aquel, por otro lado, atractivo joven.

No tuvo tiempo de pensar nada más. Algo le hizo volver la cabeza y entonces vio cómo una inmensa bola de alimañas entrelazadas como en un ovillo, se dirigía, a gran velocidad, contra ella. El pálido muchacho no lo dudó un segundo; con una rapidez increíble, se colocó delante de Bell y le propinó un terrible puñetazo al centro de la asquerosa esfera.

Con la violencia del golpe, la bola explotó, dejando un reguero de despanzurradas moscas verdes, arañas, ratas y murciélagos.

Bell sólo consiguió oír una voz que creyó reconocer y que lanzaba una maldición, antes de caer desvanecida en los fríos pero amorosos brazos de su salvador.

Tras un árbol, un muchacho un tanto velludo, contemplaba la escena. Era Jacobo, compañero de infancia de Bell a la que, después de tantos años, volvía a encontrar. «No sabes cómo siento que estemos aún en cuarto creciente, ¡Oh, Bell, Bell!» exclamaba para sus adentros, lleno de íntimos y licántropos deseos, mientras un dardo de plata (simbólico, claro) atravesaba su corazón.

(Continuará…)