Literatura

PULPA DE TAMARINDO

Cuando se casaron, ella sabía de su afición a tocar el trombón de vara, pero no hasta el punto de que fuera una auténtica y absurda obsesión. Y digo absurda porque si de algo carecía su marido era de oído musical y su sentido del ritmo era, por decirlo de una manera suave, desastroso. Por más que había estudiado cuatro años de solfeo, lo echaban de todas las bandas de música en las que conseguía entrar, y en las que quiso hacer gala de sus conocimientos musicales.

Pero ya se sabe, las obsesiones son así y, ya que no podía tocar su amado instrumento en ningún sitio, qué lugar mejor para saciar sus deseos que aquel hogar impoluto- heredado de sus padres-, donde había un sitio para cada cosa, menos para su trombón, porque este, como perro fiel seguía a su amo dondequiera que fuese entre aquellas cuatro paredes y hasta dormía a los pies de su cama.

También conocía su alergia al alcohol, algo que Antonio descubrió muy pronto, apenas adolescente, cuando se tomó su primera cerveza (no llegó a tomársela del todo) y, después de unos primeros tragos le entró una especie de euforia musical con su trombón, segundos antes de caer al suelo.

La ambulancia, como cosa inusual, llegó enseguida, y después de los pertinentes análisis, su médico de cabecera llegó a una conclusión.

-Es usted un caso raro de alergia grave al alcohol. Por lo general esto es más frecuente en el mundo oriental pero…

Y le siguió una perorata acerca de una enzima y otros términos de los que Antonio no tenía ni idea y sobre lo que tampoco se le ocurrió preguntar. Al fin y al cabo, le bastaba con saber que el alcohol le estaba prohibido. Por otra parte, acostumbrado como estaba a los desplantes por culpa de su trombón, se lo tomó con bastante filosofía, lo que no dejó de asombrar a su médico y, sobre todo a sus amigos.

Pero para Elvira, este problema, lejos de ser un impedimento, fue un punto más a favor de su futuro marido, harta como estaba de lo “alegre” que, según su madre, se ponía su progenitor.

Lo del trombón es lo de menos, pensaba. Ya se le irá olvidando entre el trabajo, el cuidado del jardín y demás.

Pero se equivocó, y Antonio no desaprovechaba un solo segundo para desafinar con su instrumento. Daba lo mismo que fuera la hora de la siesta, o esas hora nocturnas en las que todos- o casi todos- después de cenar, se recogen en sus casa a ver la televisión, a twitear o enviarse wasaps, o a leer (los menos) hasta que el sueño les llegue.

Y, como todos sabemos, lo que al principio toleramos y hasta puede hacernos alguna gracia, con el tiempo se va convirtiendo en algo molesto hasta llegar a unverdadero encono y Elvira había llegado a un punto en que no veía salida…

Sí, bueno, podía separarse, pero eso significaría tener que abandonar la casa, y si algo no estaba dispuesta a hacer Elvira era eso. Aquella casa le gustaba. Le gustó desde el primer día, cuando Antonio la llevó para que conociera lo que sería, según él, su futuro hogar. Aquel salón en la semipenumbra que le proporcionaba el tamarindo, situado al lado izquierdo de la casa y que refrescaba los días más ardientes del verano. El arco que daba paso al comedor, la espaciosa cocina y, sobre todo, la claridad de las habitaciones, situadas en la planta alta, que se abría al jardín por una gran balconada, desde donde podía contemplar sus parterres de azaleas y malvaviscos, el tamarindo, los pequeños limoneros, el amplio pasillo de entrada y, al fondo, la rambla, con su ir y venir de gente y coches, cuyo ruido llegaba amortiguado por la distancia que el jardín ponía entre el paseo y la casa.

Desde luego, Elvira no estaba dispuesta a perder todo eso, para ir a encerrarse en un apartamento del tres al cuarto, por muy lujoso que fuera.

Pero la situación se estaba volviendo insoportable. Los fines de semana se convirtieron en un auténtico infierno musical, por llamarlo de alguna manera. Y la pregunta de Elvira- siempre la misma- fue tomando tonos de verdadero sarcasmo «¿Se puede saber qué estás intentando interpretar?»

El único descanso se lo proporcionaba el cuidado de las plantas, sobre todo, del tamarindo, por el que Antonio sentía una especial predilección. Cuando brotaban los frutos, se sentaba debajo del árbol con su trombón. Empezaba su concierto y al pobre tamarindo le temblaban las ramas de tal manera que se iba desprendiendo de sus frutos.

Cuando Antonio consideraba que ya habían caído suficientes, dejaba el trombón apoyado en la silla, cogía una bolsa de plástico e iba recogiendo aquellos frutos de un color pardo rojizo, los sumergía en agua para que se le ablandara la corteza y extraer la pulpa con la que haría los jugos y su “famoso” cóctel de tamarindo y ron que luego serviría con hielo o sin él, a sus amistades.

Elvira lo contemplaba en su rito de extraer la pulpa, licuar los tamarindos, separar una parte a la que le añadía el ron y envasarlos en aquellas antiguas botellas de anís a la que había pegado una etiqueta que decía simplemente SIN y CON para advertir de la presencia o no de alcohol. No es que fuera un etiquetado de diseño, pero a él le bastaba.

En un principio, Antonio hacía partícipe a Elvira de su “experimento”, dándole a probar su cóctel para que le dijera si estaba bien de ron o no; pero con el tiempo y la práctica, ya sabía la medida exacta y no la molestaba con la cata. Claro que esto eran apreciaciones suyas porque a Elvira eso de probar el licor no le desagradaba en absoluto, aunque luego le acometían cierto remordimiento y la pregunta de si habría heredado la “afición” de su padre.

 

Aquella mañana Elvira tuvo una premonición y se vistió de blanco. Era el primer día de verano, las jacarandas competían con los rojos flamboyanes de la rambla, y una ligera brisa hacía bambolearse los tres reos también rojos y globulares de poliéster que pendían de un laurel de indias, parte de una escultura de Corberó que siempre la había atraído.

Desde la ventana de su habitación Elvira contemplaba a Antonio que, como de costumbre, cogió una silla plegable, su trombón de vara, y se puso a tocar a la sombra del tamarindo. Bajó hasta el jardín y se acercó a su marido. En su mente no paraba de darle vueltas a una idea y, sin asomo alguno de sorna, lo que consiguió no sin un gran esfuerzo, le preguntó a su marido qué estaba interpretando. Él, con una sonrisa entre beatífica y paternal, le contestó que ensayaba la canción Pulpa de tamarindo en versión jazzística.

Elvira reprimió una carcajada y miró hacia el tamarindo. El árbol pareció entenderla y empezó a dejar caer sus frutos, esta vez con una generosidad inusitada que Antonio, como es natural, lo atribuyó a su espléndida interpretación que sólo el árbol y algún que otro entendido en jazz, sabrían valorar.

Elvira entró en la casa apretando los puños. Había que tener paciencia si quería que su plan funcionase. Cogió el teléfono y llamó a su amiga Ángela para decirle que esa misma tarde le iba a llevar una botella del licor de tamarindo que le había prometido.

– Ya verás, con hielo está buenísimo. Te lo llevaré desde que lo tenga.

No podía arriesgarse a una negativa, era su coartada, así que no le dejó mucho tiempo para que reaccionase.

En el momento de colgar, Antonio entraba en la cocina y se disponía a preparar la bebida.

-¡Elvira! Creo que esta vez no me dará con estas botellas.

-No te preocupes, en la despensa hay unas cuatro más. Sólo hay que enjuagarlas y ponerle las etiquetas. Si quieres lo puedo hacer yo, mientras tu preparas la bebida. Por cierto, le dije a Ángela que le llevaría una, como le había prometido.

Todo estaba saliendo como había planeado. Elvira cogió las cuatro botellas de la despensa y fue hasta el fregadero para enjuagarlas. Luego se acercó a un aparador y de una de las gavetas sacó las etiquetas.

La primera que escribió ponía “Licor de Tamarindo” y era la destinada a su amiga. Luego se detuvo y empezó a contemplar a su marido, concentrado en sacar todo el jugo a los tamarindos y ponerlo en varias jarras. Después fue a buscar las botellas de ron. Vertió una cantidad del licor en un medidor y lo vació en la jarra. Con una cuchara de mango largo, le dio unas cuantas vueltas.

Elvira terminó de escribir las tres etiquetas que le quedaban.

-Toma, este es para tu amiga.

Elvira se acercó, cogió un fonil y pasó el licor de la jarra a la botella. Luego la tapó bien con un corcho.

Antonio seguía haciendo su trabajo. Una nueva jarra con ron que le pasó a su mujer mientras le pedía que le alcanzara las dos botellas con las etiquetas SIN.

-Aquí están. Pásame tú la jarra con el licor. Antonio se la pasó y ellas las fue vertiendo en la botella. Ahora quedaba el final. Cogió un vaso de agua y le puso hielo.

-Bueno, ahí te dejo con tus botellas. Me voy a casa de Ángela a llevarle la suya. Pero antes voy a guardarlas en la despensa porque te conozco y sé que la vas a dejar ahí. Te dejo una botella porque sé que te gusta tomarlo recién hecho, y un vaso con hielo.

Se acercó a su marido que aún tenía una jarra medio llena. Antonio no dejaba de preguntarse a qué venía tanta amabilidad por parte de Elvira. Algo que hacía tiempo no disfrutaba. «A lo mejor es que le ha gustado mi nueva interpretación y ha comprendido que …» Se distrajo con sus pensamientos y una de las jarras se le cayó de las manos. Casi todo el jugo que contenía fue a parar al vestido de Elvira y entonces se temió lo peor.

-…Lo siento, cariñ…

-No te preocupes- contestó Elvira interrumpiéndolo y conteniendo su irritación – ahora mismo me cambio y lo pongo en lejía. No tardo nada.

Nunca se había dado tanta prisa. Llenó un balde con agua, le puso lejía y sumergió el traje. Luego lo dejó en la bañera y cerró la mampara. Se lavó las piernas, corrió a su habitación y cogió el primer traje de verano que vio.«¡Qué casualidad!», pensó al comprobar que había cogido otro vestido blanco.

 

– Pues, ya me voy…Lo que puedes hacer es salir al jardín. Hace una tarde estupenda y puedes ensayar con tu trombón, al mismo tiempo que te refrescas…

Antonio cogió la botella con la etiqueta SIN que le había dejado Elvira, el vaso con hielo y salió a despedir a su mujer.

-Bueno, hasta luego. No tardaré mucho. De aquí a la casa de Ángela es un paseo.

La vio marchar rambla arriba. La tarde estaba tranquila y solo de vez en cuando una pequeña ráfaga de aire movía las ramas del tamarindo.

Antonio levantó el trombón hasta la altura de sus labios, comprobó que la boquilla estaba limpia, luego llenó el vaso que le había dado su mujer y se sentó en la silla plegable.