Literatura

RETORNO A IJUANA

A Isaac de Vega que retornó
el 3 de febrero de 2014

 

El día amaneció de un azul incierto. Isaac abre la puerta de su cueva y mira el mar cercano que golpea los escollos sobre los que sobrevuelan algunas gaviotas. Las barcas de los pescadores se van acercando al muelle que les espera en una lejanía alcanzable, pero que apenas deja oír el ruido de los pequeños motores.

Baja la vista. El barranco de Ijuana se ofrece como un desafío. Por el angosto sendero que conduce a su cueva, bordeando el acantilado, un perro se acerca; mira la figura erguida frente al horizonte marino y mueve la cola como si se alegrara del encuentro. Isaac le devuelve una mirada de reconocimiento, se agacha y le da unas palmadas en el lomo. Luego vuelve a perderse en la contemplación del océano. Sólo quiere sentir la brisa, el color cambiante del mar, su olor, su sonido al chocar contra las rocas, sin desear ni esperar nada, mientras el tiempo transcurre más allá de sus ojos.

Sabe que a su espalda crecen cardones y tabaibas en descenso hacia el cauce del barranco y, frente a su cueva, la insólita buganvilla que contempla con una mezcla de complacencia y orgullo.

El azul del cielo parece reafirmarse y de pronto le asalta el recuerdo de una hoguera.

Mira de nuevo el sendero. Alguien se acerca. Reconoce a su amigo. Trae algo en las manos. Se detiene frente a él.

-Toma, aquí está tu pulsatila- le dice –Vamos.

No le pregunta cómo consiguió esa flor de pétalos violetas y pilosas hojas – aún no era el tiempo de su florescencia- Ni siquiera responde a su peculiar saludo. Se limita a mirarlo y sonreír.

Se ponen en marcha. El perro los sigue. A ratos mueve la cola y parece olfatear algo distinto en el aire. Tal vez sea el olor desacostumbrado e intenso del mar, o el miedo de algún conejo que los vigila, escondido entre los matorrales del barranco.

Sí, debe de ser eso porque el perro se lanza a la persecución, ladera abajo, y lo pierden de vista.

Isaac no lo espera. «Ya me encontrará. Siempre lo hace», piensa.

Los dos continúan en silencio. Isaac piensa en las siemprevivas, en los dioses lejanos en el amigo que camina a su lado.

Cuando regresen, harán una pequeña hoguera y se sentarán frente a la cueva, en el mismo gran silencio que los une, para contemplar una luna menguante rielando sobre el profundo mar.

Llegan a una taberna. Entran. Saborean el vino recio de la tierra. Su amigo rompe la mudez para hablarle de Juan Bay. Isaac lo mira y siente que se acrecienta su complicidad con las cosas, con el paisaje, con él mismo.

Es hora de continuar. Ninguno pregunta cuando ven que el camino se bifurca en una vereda desconocida. La toman.

Un sol crepuscular ilumina Igueste.