Creo que siempre he escrito y, sobre todo, he leído, para sobrevivir. De pequeña, para superar los miedos que me producían aquellas terribles y “ejemplarizantes” historias de lobos, ogros y brujas (era curioso comprobar cómo no había brujos malos), que competían con la fragilidad del humano, a pesar de los, a veces absurdos, príncipes o caballeros salvadores. También, para evadirme de esa no menos terrible enseñanza nacional católica que nos amenazaba, a la mínima de cambio, con el más eterno de los infiernos.
Aún sabiendo que todo acto de escribir es como un salto al vacío, no he dejado de sentir ese vértigo que, a lo largo de los años me ha ido confirmando en la existencia. Soy consciente de que la sociedad en la que vivo me gusta cada vez menos, que la esperanza ha ido dando paso al desencanto, cuando no a la indignación, de los que sólo me salva la palabra escrita, esa en la que encuentro o en la que me invento mundos posibles o imposibles, o en los que me acerco, a través de la memoria, a una realidad que no trato de mejorar – es imposible hacerlo con el pasado- pero sí recordar a los demás y a mí misma ese “de dónde venimos”, más o menos próximo, para intentar explicarles y explicarme este presente, oscuro tantas veces, con una esperanza, seguramente utópica, en que las cosas cambien.
Y me refiero tanto a la poesía como a la narrativa, a la que últimamente he dedicado algo más de mi tiempo porque, inevitablemente, existen historias que contar que necesitan la prosa para hacerlo, aunque, desde luego, no he abandonado la poesía, simplemente porque no puedo, porque me es necesaria para intentar conocerme un poco más, para plantear preguntas aun sabiendo que, como los deseos de Cernuda, son imposibles las respuestas. Debo admitir que parte de esa “culpa” de mi necesidad poética la tienen autores que han contribuido en gran medida a ser de mí lo que soy como escritora. En primer lugar a Pedro García Cabrera, que siempre fue un ejemplo, no solo de amistad sino de dedicación plena a la poesía en la que siempre vio “la sangre que ilumina los párpados del tiempo”. Luego Rafael Arozarena, un amigo que vivió en y para las palabras, que se inventaba mundos a su medida y me hacía partícipe de ellos. Mundos, a veces terribles, a veces lúdicos, sensuales y esperanzados, y siempre mágicos. Para ellos, junto a otros escritores como Isaac de Vega, con su siempre aguda y acertada crítica, José Hierro, con su entusiasmo, Luis Feria con su incansable trabajo de la palabra, mi agradecimiento y el reconocimiento de mi deuda.
Pero volvamos a la narrativa y, esta vez a la “dedicada” a los jóvenes.
Mi acercamiento a la llamada literatura juvenil, tiene su origen en mi faceta de enseñante. El comprobar que día a día, el alumnado se aparta cada vez más de la lectura, es algo que me preocupa mucho y, aunque mi primera novela juvenil fue, realmente, un encargo, con todos los condicionantes que ello conlleva, me hizo pensar que, tal vez, si dedicaba algo de mi tiempo a escribir historias que pudieran llamar la atención a unos lectores jóvenes y poco propensos a la lectura- tal vez por esa rebeldía a las lecturas obligatorias en la ESO y Bachillerato o, simplemente, porque leer supone un esfuerzo que no están dispuestos a hacer- contribuiría, en parte, a un acercamiento a los libros que, más adelante los conduciría a una literatura- por decirlo de alguna manera- más enjundiosa y complicada. También pienso que es el pago a la deuda con esa literatura que devoré en mi adolescencia, donde autores como Dumas, Twain, Dickens, Verne, Stevenson o Salgari, entre otros, sin olvidar (¿quién podría hacerlo una vez leído y releído?) Las mil y una noches, o poetas como Bécquer, Juan de la Cruz, Salinas, Cernuda, Miguel Hernández o Lorca (estos tres últimos, conseguidos clandestinamente en la trastienda de alguna librería en aquellos tiempos difíciles), contribuyeron, junto a los escritores que cité anteriormente, mi familia y todos los amigos con los que siempre he podido contar, tanto desde el punto de vista literario como el vital, a hacer de mí una persona que, a pesar de todo, aún cree en la salvación a través de la palabra.
Por otro lado y como dice mi currículo, me preocupa el “maltrato” que se da, en general, a la literatura escrita en Canarias que, sobre todo en los institutos, – no todos, afortunadamente- parece considerarse como algo “menor”, y ese complejo absurdo acerca del empleo de nuestra modalidad del castellano, tanto o más correcta que el hablado en Madrid y otros lugares de la Península, donde los errores están a la orden del día, y los comprobamos en no pocas obras “literarias”. Y me preocupa, sobre todo, porque ese rechazo, me temo, es debido a un total desconocimiento por parte del profesorado de los autores canarios y, lo que es aún peor, a una ausencia de lecturas, no sólo de literatura canaria, sino en general; algo absolutamente increíble – y, desde luego, censurable- en futuros y no tan futuros, profesores de Lengua y Literatura (¿qué ocurre en esas Universidades?…)
Intenciones quiméricas aparte, escribir para mí es una necesidad que se ha ido afianzando a lo largo de los años; una sed que no se sacia- como bien decía Luis Feria- y que tampoco quiero que lo haga. Todavía, como dice Rafael Arozarena siento que “alguien, algo me pide que encienda el corazón”, aunque soy consciente de que el día que no tenga nada que decir, contar o preguntar en un poema, dejaré tranquilamente mi lápiz en el estuche y la vida seguirá andando perfectamente sin mí.