Academia de la Lengua Canaria

Acto celebrado el viernes, 25 de noviembre de 2011 en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Laguna.

Tras la intervención del Secretario de la ACL, Cecilia Domínguez Luis leyó su discurso de ingreso.

A continuación, el Presidente de la ACL, D. Antonio Lorenzo Ramos, entregó el diploma correspondiente a la nueva integrante de la Institución.

Jóvenes y Literatura

A mi nieta Daniela

Iltmo. Señor Presidente de la Academia Canaria de la Lengua; Señoras y
Señores miembros de la misma; Señoras y Señores; Amigos todos.

«Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno
hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies, flotan nubes
de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.»
Así comienza la leyenda La Creación de Gustavo Adolfo Bécquer que yo, con
unos doce o trece años, leía despacio, imaginando aquel lejano y neblinoso
paisaje y relacionándolo con el Teide, sus cordilleras y los valles que conocía,
en esos días de tormenta en los que todo parece tan cercano al misterio.
Recuerdo que era una cálida tarde de principios de otoño y yo estaba sentada
junto a un postigo abierto que daba a uno de los balcones de mi casa.
Enfrente, mi tía materna leía un libro que a mí me parecía enorme: Sinuhé el
Egipcio, de Milka Waltari, que, pocos años después, yo también leería.
Y es que existen imágenes de la propia infancia o de la adolescencia que
quedan grabadas en la memoria, sin que nadie pueda explicar exactamente
por qué.

Pero no es este el primer recuerdo que relaciono con la palabra, sino uno que
se remonta a mi niñez. Yo, con unos seis años, en la cocina, un anochecer
cualquiera: mi abuela dando vueltas a la manivela del molinillo de café, cuyo
acompasado sonido ponía fondo a historias, romances y poemas que nos
contaba o recitaba a mi hermano y a mí. Los dos escuchábamos asombrados.
Yo, no sólo por los cuentos y los poemas, sino también por esa capacidad
suya para recordar y transmitirlos; mi hermano, con un silencio inusual para
sus pocos años, como si supiese que algo importante y mágico estaba
ocurriendo. Mi abuela pasaba de los clásicos cuentos de Blancanieves o El
soldadito de plomo, al amable poema de Rubén Darío dedicado a Margarita
Debayle, o al terrible romance de Delgadina, del que yo no entendía el
porqué de aquella furia filicida del rey ante el inocente enamoramiento de su
hija.

Es decir, mi primer contacto con lo que, más tarde, me enteraría que se
llamaba literatura, fue a través de la voz, que no sólo se limitaba a aquellos
momentos en los que el aroma a café y el runrún del molinillo despertaban
mis sensaciones, sino que, como un rito, volvía cada noche cuando, ya en la
cama, mi abuela o mi madre, repetían los cuentos o los romances y, de vez
en cuando, historias de fantasmas y aparecidos que reclamábamos con una
mezcla de miedo y atracción. Y de tanto repetirlos, llegamos a aprenderlos.
De hecho, yo aún los recuerdo. Y así, poco a poco, esas voces nos van
haciendo comprender que la vida es múltiple, terrible y hermosa.
Otra imagen que guardo en mi memoria es la del día en que mi padre, a su
regreso de un viaje a Sevilla, me trajo el libro de las Rimas de Bécquer. Y
permítanme que vuelva al poeta sevillano, porque creo que Bécquer marcó
un antes y un después en mi vocación de escritora de poesía. Yo tenía
entonces nueve años- lo recuerdo porque tengo apuntada la fecha en la
portada del libro, que todavía conservo- y debo confesar que, cuando leí la
primera rima, «Yo sé un himno gigante y extraño…», me pregunté a mí
misma, con cierto enfado hacia mi padre, por qué razón me había regalado
un libro que no entendía, cuando a mi hermano, tres años más pequeño que
yo, le había traído un barco de piratas… Sin embargo, esa tozudez que me
caracteriza y que, a pesar del tiempo transcurrido, permanece, no sé si
inalterable o más acusada en mí, me hizo volver al libro y leer pausadamente
y en voz alta cada una de las rimas, repitiéndolas una y otra vez, antes de
pasar a la siguiente. Me lo había planteado como un reto y, cuando llegué a la
rima VII, que comienza « Del salón en el ángulo oscuro», un sentimiento
extraño me invadió. Algo que, en aquel momento no supe definir- ni tampoco
ahora-, pero que me bastó para que continuara, esta vez sin repetir la lectura
más de una vez; eso sí, despacio, aunque con cierto desasosiego. Y llegué a
la rima X, y al concluir su verso «¡Es el amor que pasa!», aparte de
reconciliarme con mi padre, tuve la certeza de que estaba empezando a
recorrer un camino que ya no abandonaría.

Y así llegué a la adolescencia, que estuvo marcada, en lo que a lecturas se
refiere, por aquellas famosas versiones que de los clásicos europeos y
americanos hacía la Editorial Bruguera. Por mis manos pasaron Los tres
mosqueteros, Las aventuras de Tom Sawyer, La isla del tesoro, La
vuelta al mundo en 80 días, Robinson Crusoe…, en fin, toda una serie de
novelas y escritores que me evadían de un mundo en el que, en aquellos
sombríos tiempos, la exaltación de la familia, de la moral católica y las
“buenas costumbres”, el miedo al castigo eterno por nuestros innumerables
pecados, eran el pan nuestro de cada día. No abandoné por ello mi gusto por
la poesía, y del poeta sevillano pasé a Rubén Darío o al famoso libro Las cien
mejores poesías de la lengua castellana, entre otros.

Volviendo a las novelas, debo decir que estas, aunque fragmentadas, nos
proporcionaban unos aires de libertad y rebeldía que hacían que nos
sumergiéramos en la época y los espacios en que transcurrían sus historias,
y compartiéramos las emociones, el gusto por la aventura y, si se quiere, por
la transgresión, y esa otra manera de ver el mundo de aquellos héroes y
villanos que encontrábamos en sus páginas.

Luego vendrían las obras originales – claro que con el hándicap de la
traducción- y la búsqueda de otras lecturas que fueron enriqueciendo, no sólo
nuestro vocabulario y nuestro conocimiento de otros paisajes y culturas, sino
y sobre todo, nuestra visión de la vida y sus entresijos. Por eso, y a pesar de
las opiniones encontradas entre los partidarios de la adaptaciones y los que
abogan por la lectura de los originales, incluso saltándose páginas, como hice
yo, con los tediosos párrafos descriptivos de minerales y estratos en Viaje al
centro de la tierra, quiero romper una lanza a favor de estas versiones que,
para muchos, fue el inicio de su gusto por la literatura.

Si me he detenido un poco en estos recuerdos autobiográficos es porque, con
ellos, quiero establecer una suerte de paralelismo entre las lecturas de
aquella época y las de los jóvenes de hoy.

Desde luego siempre he entendido que lo que llamamos literatura juvenil, no
es sólo la que se escribe pensando en un lector joven, sino aquella que, a
pesar de no ser escrita con esa intención, la sociedad ha considerado y
considera apta para ellos. Hablo, pues, de una literatura sin destinatarios
concretos o preestablecidos, y que puede gustar a unos y a otros.
Pero ¿qué pasa con esa literatura dirigida especialmente a los jóvenes?
Debo señalar un primer problema que he observado a lo largo de mis años de
docencia: el paso de una niñez lectora, ávida de historias, a una adolescencia
en la que la lectura aparece, en la mayoría de los casos, como algo impuesto
y, por lo tanto, merecedor de rechazo.

Otro problema estriba en la relación literatura-escritor y editoriales. Y me
refiero a esa exigencia de algunas de estas últimas, bien para que se escriba
una literatura juvenil cuyo fin sea primordialmente moralizante – esa
“educación en valores” que, aunque me parece fundamental, ha favorecido
una literatura un tanto anodina, en la que prima el mensaje sobre la forma de
transmitirlo-, o bien que tenga una serie de condiciones como la rapidez, la
preferencia por la acción y el diálogo, en detrimento de lo descriptivo o de las
posibles reflexiones de los personajes y que, muchas veces, y esto es una
opinión muy personal, desprecia o trata a los jóvenes lectores por debajo de
sus competencias.

Por supuesto que estoy totalmente de acuerdo con esa literatura que da
cuenta de nuestra situación actual y sus problemas, de la emigración, de la
intolerancia, de la comunicación, de la violencia etc…. Estos temas pueden
dar lugar, y lo han hecho, a buenos libros. Pero me refiero a una literatura
que yo llamaría, más que juvenil, “plana”, llena de estereotipos, totalmente
previsible, con un vocabulario no ya sencillo sino muchas veces ramplón y sin
otro fin- dejando aparte la posible enseñanza moral- que el mero
entretenimiento, lo que me parece muy bien, solo que el afán muy loable de
entretener no tiene porqué estar reñido con la calidad literaria.
Bien es cierto, que estos mismos condicionantes aparecen también en la
literatura destinada a los adultos, sujeta, desgraciadamente, a las exigencias
de un mercado que pretende una literatura de la inmediatez, fácil y de gran
consumo. Y pienso que tanto en unos textos como en otros, sus autores, entre
los que me incluyo, si son verdaderamente conscientes, sentirán que no
están detrás de aquellas palabras, de aquellos personajes; que algo externo y
poco leal los ha suplantado. Pero esto es otra historia.

En cuanto a los jóvenes, es evidente que sus intereses han cambiado, y más
con el desarrollo de las nuevas tecnologías. La mayoría prefiere la música o
los video-juegos al libro – y no voy a hablar de una supuesta competencia
desleal de unos y otros, o de la televisión contra la lectura, porque pienso que
cada una tiene su momento y su lugar-. Hablo de una realidad que está ahí y
no podemos soslayar, sino, al contrario, aprovecharla, convirtiendo estos
avances tecnológicos en un aliado y no en un enemigo a combatir.
Y centrándonos ya en el tipo de lecturas que gusta a los jóvenes y
adolescentes, sus preferencias oscilan entre una novela realista en la que se
tocan temas relacionados con sus edades, escrita, preferentemente, en
primera persona, y la novela fantástica y/o de terror. No tenemos más que
comprobar el éxito de la saga Crepúsculo,de la escritora norteamericana
Stephenie Meyer, cuyos protagonistas también jóvenes (vampiros o no),
presentan una serie de características, y experimentan unas emociones con
las que los lectores, a pesar de lo inverosímil de las historias, pueden
sentirse, de alguna manera, identificados.

Sin embargo ¿quién nos asegura que no puede gustarles un Robinson
Crusoe, o Las aventuras de Huckleberry Finn? ¿Quién puede afirmar que
rechazarán a un Doctor Jeckyll y mister Hyde o cualquier episodio de Sherlock
Holmes? Atreviéndome a ir más allá, al parecer tenemos cierta prevención
por recomendar- y digo recomendar que no obligar- libros como Crónica de
una muerte anunciada de García Márquez o El viaje del elefante de
Saramago. Es curioso cómo, afortunadamente,- habría que preguntarse por
qué- no ocurre lo mismo con Mararía, de Rafael Arozarena, uno de los pocos
escritores canarios que se salvan de nuestro provincianismo. En todo caso,
pienso que con estos prejuicios estamos infravalorando la capacidad del
adolescente, su interés por otras cosas que no sean la lectura fácil, corta y sin
problemas. ¿Por qué no aprovechar esa etapa de la Secundaria Obligatoria
para acercarlos a obras literarias actuales que les interesen e inculcar así el
gusto por la lectura? Y es que me temo que la obligación de leer autores
medievales o renacentistas, de difícil comprensión para su madurez lectora, a
dictados de un programa que también habría que revisar, en nada contribuye
e incluso puede echar abajo cualquier intento de acercamiento a la literatura.
Por otro lado, si hablamos de literatura para jóvenes ¿qué ocurre con los
Cuentos de Andersen, o La historia interminable? ¿Son estos libros
literatura infantil?

Andersen, uno de los pocos autores que se dedicaron exclusivamente a
escribir para niños, aún nos sigue conmoviendo, incluso dejando aparte la
naturaleza simbólica y a veces autobiográfica de sus cuentos. Porque no cabe
duda de que cuando un escritor elige escribir para niños y adolescentes, le es
inevitable, o al menos debería serlo, un ejercicio de memoria. Me refiero a esa
necesidad (muchas veces no sólo del escritor sino del género humano) de
volver a la infancia y a la adolescencia, – esta última tan complicada- incluso
cuando no hayan sido felices. Una vuelta que bien puede hacerse con la
intención de recuperar todo lo que tuvo de positivo: sus asombros, sus
descubrimientos, sus carreras detrás de perros y gatos, sus escapadas hacia
el mar, o también ¿por qué no? para rechazar los malos momentos. Además
este ejercicio del recuerdo tiene la ventaja de la perspectiva; es decir,
miramos al ayer desde la distancia que marca lo que hoy somos. De ahí que
podamos atemperar nuestras emociones, sin que ello signifique una pérdida
de intensidad o interés para el futuro lector. Andersen es un buen ejemplo de
ello. Entonces, ¿Por qué negarles esa oportunidad a los adolescentes? Por
otro lado, ¿son Alicia en el País de las Maravillas o El Principito cuentos
para niños?

Está claro que un niño puede leer estos libros de los que se quedará con lo
anecdótico: la imagen del conejo blanco, de una niña que crece y mengua a
cada rato, del gato que ríe o de la fiesta del no cumpleaños; y de El
principito, aparte de sus bellas ilustraciones, recordará el dibujo del elefante
dentro de un sombrero, el terrible problema del protagonista con los baobabs,
la historia del “rey de todo” que no tenía súbditos o la del relámpago amarillo
que derriba al principito. Y está bien que así sea, porque es un primer paso.
Llegados a este punto, pienso que todo esfuerzo, incluso algunas
“concesiones”, valen la pena si con ello contribuimos a que los jóvenes se
acerquen a los libros.

Por eso mismo, quiero aclarar que no reniego de los best sellers, ni de esas
literaturas sin demasiada sustancia, siempre que estas sean un paso para
que, como dice Daniel Penac «pidamos a la novela algo más que la
satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones». Y, pensándolo
mejor creo que, en cualquier caso, es preferible leer ese tipo de literatura que
no leer nada.

Vuelvo a retomar lo de la lectura en voz alta de la que hablé al principio. Y no
me refiero a la de los alumnos, que, afortunadamente, se está llevando a
cabo en la mayoría de los institutos, sino a la del profesor en la clase.
Hay que tener en cuenta que, hoy en día son pocos los adolescentes y
jóvenes que, de niños, por unas razones o por otras, han escuchado cuentos
en sus casas. (En este sentido nuestra generación fue una privilegiada). Es
decir, se está perdiendo la tradición de la oralidad, no sólo de historias de
ficción sino también reales, que han dado lugar a abundantes novelas. La
televisión ha sido la sustituta, en muchos hogares, de esas narraciones
contadas al anochecer, y los DVD han suplantado, con mayor o menor
fortuna, a las voces familiares.

Sé de muchos adolescentes que sólo conocen La Cenicienta, Blancanieves o
La sirenita a través de las versiones edulcoradas de Disney, o las
adaptaciones cinematográficas de Harry Potter, El señor de los anillos o
La historia interminable. Comparto lo que dice José Antonio Marina en su
libro La magia de leer, y cito textualmente: «Según los expertos, la
televisión hace que los niños se conviertan en aprendices pasivos. Fomenta
una pasividad confortable y tentadora, un letargo acogedor. Por oposición a
este embeleso, leer, que antes era la gran diversión, la magnífica válvula de
escape, se ha tornado en un quehacer arduo y desangelado». Haciendo
hincapié en estas palabras de Marina, está claro que el telespectador se
limita a eso, ver y escuchar, sin tener tiempo a plantearse o a imaginar nada,
dada la inmediatez y la velocidad con la que se nos ofrece la información.
Esto no ocurre con la lectura, cuyo tiempo lo impone el propio lector, que
puede hacer un alto en el camino para reflexionar, hacerse preguntas o
imaginar nuevas historias. Y todos sabemos que sólo a través de la lectura y
la reflexión tendremos tiempo para imaginar y recrear nuestra propia vida e
inventarnos nuevas. Y lo que es, tal vez, más importante, podemos llegar a
tener un espíritu crítico, tan escaso y necesario en lo tiempos que corren.
De ahí que considere importante que estas carencias – al menos a mí me lo
parecen- las supla, de alguna manera, un profesor; eso sí, con una gran
dosis de entusiasmo, que lo lleve a conmover y a despertar el interés de
quien lo escucha. En otras palabras, una persona que crea firmemente en el
poder de la literatura. Labor nada fácil, por cierto, dada toda esta
globalización multimedia que nos invade, pero quiero pensar que sí es
posible, aunque no paso por alto el esfuerzo e incluso los riesgos que puede
suponer.

Y esto me lleva a ese otro gran género, no sé si olvidado o temido: la poesía.
Precisamente este verano tuve la ocasión de leer los Cuento completos de
Andersen y en uno de ellos, titulado La musa del nuevo siglo, que se acerca
más al ensayo, leí un párrafo que me pareció tan actual como si lo hubiera
escrito en este siglo XXI. En él, con la ironía que caracterizaba a este escritor
se afirmaba: «En nuestra época no se ha olvidado la poesía. No, aún hay
personas que en su “lunes libre” (entrecomillado por su autor) sienten la
necesidad de poesía, y cuando sienten ese hormigueo espiritual en sus
partes más nobles, envían a alguien a la librería para comprar hasta cuatro
chelines de poesía, la que ha gozado de mejor crítica. Algunos se contentan
con la que les regalan, o quedan satisfechos leyendo el pedazo de papel en
que les envolvieron las verduras en la tienda; es más económico, y en
nuestra ajetreada época no hay que olvidar la economía».
Hasta aquí el párrafo de Andersen; juzguen ustedes.

Pero anécdotas e ironías aparte, a nadie se le oculta lo arduo que puede ser
para un adolescente enfrentarse a un fragmento del Mío Cid o a un soneto de
Góngora, y mucho más, si se le pide un comentario de texto. Su conclusión,
en la mayoría de los casos, es que la poesía es algo difícil y, desde luego,
poco atractiva. Sin embargo, me consta que durante la infancia, el niño no ha
tenido problema alguno; es más, le gustaba leer poemas de Lorca, Miguel
Hernández, Alberti, Machado o Gloria Fuertes, por citar a unos pocos. ¿Por
qué no empezar entonces leyendo o recitando a los adolescentes a poetas
más cercanos? Y no hablo sólo de una cercanía temporal, sino también
espacial y emocional. ¿Y si les leyéramos una “Querella de amor” de Luis
Feria, alguna “Alondra” de Pedro García Cabrera, el Poema a la Espalda de
Pedro Lezcano o Como todas las cosas de Agustín Millares? A partir de esa
cercanía, podríamos continuar, con una lectura compartida y sin ningún
temor, con poetas como Bécquer, Cernuda, Machado o Neruda, y atrevernos
con algún poeta clásico como Juan de la Cruz e incluso, con algún romance de
Góngora o un soneto de Quevedo.

Eso sí, todo esto con el único fin de conmover, de entusiasmar, sin
pretensiones de glosas al uso; dejando que cada cual interprete el poema por
lo que este le dice, por las emociones o sensaciones que le despierta, incluso
cuando lo deje indiferente. No hay que olvidar que, en esta etapa de su vida,
comienzan con fuerza su interés por el amor, sus primeros encuentros y
también sus primeros desengaños. Un caldo de cultivo para que se acerquen
al poema.

Podría asegurar que, tarde o temprano, terminarán preguntando el porqué
escribió así el poeta, qué lo hizo hablar de esa manera del amor, de la
infancia, de la libertad o de la muerte, y perderán el miedo a ese “no la
entiendo” con el que rechazan la poesía.

Soy consciente de que la mayor parte de este discurso se ha limitado a
plantear preguntas, a proponer retos o a esbozar algunas ideas que la
experiencia en mi trato con los jóvenes me ha hecho concebir sobre ellos y la
literatura y, sobre todo a intentar saldar esa deuda que tengo con aquellos
que me acercaron a los libros. Y, sinceramente, creo que no sabría hacerlo de
otra manera.

Por mi parte, sigo creyendo en la magia de la palabra y confiando plenamente
en que con ella, no importa el cuándo ni a través de qué medios,
conseguiremos cautivar a niños, jóvenes y adultos, llevándolos a que sientan,
como escribe Luis Feria en su Poema, «la sed de la sed que no acaba».
De nosotros depende.