Emilio Luna, doctor en Lenguas Clásicas, creyó que por fin había encontrado a su Helena. No es que fuera un Paris- más bien un Menelao del montón y sin ardor guerrero- pero, igual que la semidiosa espartana, ella lo había elegido, vayan ustedes a saber por qué. ¿Admiración, porvenir asegurado, afirmación de su ego conquistador, causar envidia a sus amigas, casadas con simples licenciados, realmente enamorada?
Todo esto pensó el pánfilo doctor pero fue cuestión de segundos que se decidiera por la admiración y el amor, olvidando por completo las otras posibilidades.
Claro que no se puede fingir todo el tiempo y tampoco ella, después de casada, quería seguir haciéndolo, así que de una Helena supuestamente sumisa, se pasó a una mezcla entre Hera, Caribdis y Salomé (esta última por mencionar a alguien bíblico). Vamos, una joya.
-¿Cómo que te vas a un congreso en Salamanca? ¡De eso nada! A saber las pelanduzcas que te encuentras por allí! ¡Si yo no voy, tú te quedas!
-Pero, mujer ¿cómo vas a dejar tu trabajo?
Se las arreglaba. Fingía una enfermedad, conseguía una baja, y si no, el doctor Luna se quedaba en casa y sin rechistar.
-La verdad es que el apellido le cuadra. Mira que no enterarse.-comentaban sus amigos (entre ellos, claro)
Y es que la cosa no paraba ahí.
-Emilio, este fin de semana me voy a la costa con unos compañeros de trabajo. No, tú no vas a ir. ¿Qué quieres, hacer el ridículo acompañando a tu mujercita? Ah, por cierto, aprovecha para hacer la compra del mes y ordena la despensa. También puedes hacer la comida de la semana.
Y a todo esto sin dejarle meter basa. Además era inútil que el doctor Luna le dijera que tenía que preparar unas clases, corregir exámenes o terminar un trabajo de investigación.
-¡Excusas, excusas para no dar palo al agua, que te conozco!
Sí, a mí también se me revuelven las tripas con la pusilanimidad del doctor, pero era incapaz de enfrentarse. Miraba aquellos ojos desdeñosos pero de un verde arrebatador, y quedaba desarmado.
«Algo tienes que hacer. No puedes permitir que te siga humillando, incluso delante de tus amigos.» Le decía su otro yo que, de vez en cuando y en un duermevela, salía a su encuentro.
Sí, porque esa era otra “cualidad” de la muchacha: sabía poner el dedo en la llaga y echar por tierra todo lo que hacía o decía su marido.
-Es que realmente eres tonto. Mucho doctor, mucho doctor, y no se te ocurre otra cosa que contratar una orquesta “retro” para mi cumpleaños. ¿No es patético, chicos?
Y esto es solo un ejemplo, sin contar, como era de esperar, sus “canas al aire” con esos supuestos compañeros de trabajo (poner en masculino singular), en esos fines de semana en la costa o en la montaña. ¿Quién iba a decírselo? Por supuesto, sus amigos no.
Pero no hacía falta. Emilio era un cobardica pero no idiota ni tampoco de esos que son “los últimos en enterarse”
Ni contigo ni sin ti, parecía el lema del amilanado doctor. Hasta que conoció a Emilia.
No es que esta fuera un dechado de suavidad y ternura (se conoce que al doctor le iba la marcha), pero nada que ver.
Emilio presidía el tribunal ante el que ella iba a leer su tesis, y ya lo de la coincidencia del nombre le pareció una premonición. Naturalmente fue calificada “cum laude” (por la tesis), y en ese intercambio de miradas y palabras que siguieron después, durante un refrigerio que se ofrecía a los nuevos doctores, Emilio Luna se dio cuenta de que había encontrado a su diosa Harmonía. Ella, más realista, vio en él a un hombre plácido, culto y entretenido, lo suficiente como para plantearse un futuro juntos.
Como es natural ( o no), al principio, todo clandestino. Él no ocultó sus temores de que su mujer los descubriera. Y es que estaba – por decirlo con prudencia, en un juego de palabra- “acongojado”. Pero ya se sabe que el amor da fuerza, y Emilia no se merecía aquella clandestinidad, así que un día se armó de valor, se encaró a su mujer y le pidió el divorcio.
Imaginen la escena: jarrón chino, auténtico, destinado a su docta cabeza, se estrella contra una de las paredes del salón.
-¡No creas que te vas librar de mí tan fácilmente para caer en manos de una cualquiera! ¿Cómo insistas te arruinaré la vida! Iré a tu sacrosanta Facultad y contaré a quien quiera oírlo y a quien no, que me maltratas continuamente, que te vas con la primera que se cruza en tu camino; lloraré, me tiraré de los pelos como una desesperada. Y tú sabes que yo esos papelones los bordo. Así que ya sabes
Esta vez he de decir que Emilio tuvo que contenerse para no saltarle al cuello. Claro que no lo hizo porque, en el fondo, estaba seguro que ella le podía. Recurrió a la astucia y fingió un abatimiento y una resignación que convencían a cualquiera, mientras en su interior mascullaba una venganza ¡Ah Némesis, Némesis! Se sabía incapaz de matar a una mosca pero…La inspiración le llegó al pasar por una juguetería. Recordó algunas películas (la mayoría de serie B televisivas) en las que un cochecito puesto “sin querer” en el lugar adecuado, digamos que solucionaba drásticamente algún que otro problema. Aun sin tenerlo muy claro, entró en la tienda y compró un camión pequeño de madera sin pintar. Ahora todo era cuestión de esperar a que llegase uno de esos fines de semana en los que su mujer se iba de “excursión”.
Llegó el viernes y tuvo suerte. La vio salir del garaje con su BMW último modelo. Esperó unos segundos y la siguió con su Mercedes de segunda mano. Pasada dos manzanas vio cómo recogía a un barbilampiño y enfilaba hacia las afueras. Pasaron por varios pueblos y cogieron una carretera secundaria que llevaba a la montaña. En un claro, un hermoso hotel rural.
El doctor detuvo su coche al principio de una curva, entre los árboles. Hacía un frío que pelaba, así que decidió esperar allí. A eso de las doce de la noche arrancó el coche y, con un fuerte chirrido, frenó frente a la puerta del hotel. Se puso el abrigo, bajo el que escondió el camioncito, bajó del Mercedes y entró como una exhalación en el hotel. El conserje dio un respingo.
-¡Por favor, llame inmediatamente a la señora Luna!
-…See…ñor, aquí no hay nadie registrado con ese nombre y, por favor, no chille. Va a despertar a los huéspedes y este hotel tiene fama de muy tranquilo…
– Perdone, pero es que (cara de angustia). Bueno a lo mejor si busca por Bibiana, Bibiana Antúnez…a no ser que
-Sí, sí señor, aquí está- dijo el conserje intentando mantener la compostura- En el primer piso.
-¡Pues llámela a su habitación, por favor, ya!
-Sí, sí, no se preocupe, ya llamo, pero por favor, tranquilícese.
El conserje se sentó frente a la centralita con una mano en la frente y la otra, igual de temblona, intentando introducir la clavija en el número de habitación, momento que aprovechó el doctor para colocar estratégicamente en el último peldaño el camioncito de marras que se camuflaba perfectamente con la madera de la escalera y volver a su sitio con una rapidez y un silencio casi felinos.
-Señora…que aquí hay alguien…Bueno que su marido, que
-¿Cómo que está aquí? ¡Habrase visto!- Salió como una posesa de su habitación.
-Pero ¿quién te crees que eres, mequetrefe? ¿Cómo te atreves? ¡Ahora mismo bajo y…
Sí, ahora mismo fue porque, en su arrebato, no supo dónde ponía los pies. El vuelo fue de película y el aterrizaje también. Se oyó un crack, seguido del chillido ahogado del conserje que se quedó paralizado. El doctor aprovechó la confusión para coger rápidamente el camión que había bajado enredado entre las piernas y el batín de Bibiana, mientras pedía a gritos angustiosos ¡Un médico, por favor, una ambulancia, Bibiana, Bibianaaa!
La ambulancia, para variar, tardó lo suyo. El doctor, fingiendo magistralmente un ahogo de ansiedad, salió fuera a coger aire y, de paso, a deshacerse del camión. Regresa junto a su mujer. Llega la ambulancia. Huéspedes curiosos mirando desde lo alto de la escalera. Conserje mesándose los cabellos y repitiendo ¡Tropezó, tropezó con su propia bata, con la bata. La escalera está homologada, homologadaaa! (esto último no lo entendió nadie)
Paso por alto detalles morbosos que ustedes, seguro, pondrán por su cuenta.
Parte la ambulancia, y el “atribulado” doctor la sigue en su coche. De pronto recuerda una canción de Loquillo y comienza a canturrearla, eso sí, sin perder la compostura, por si acaso: Yo para ser feliz quiero un camión. Yo para ser feliz quiero un camión…
EPÍLOGO:
Doctor Luna con un kilo de crema antisolar en todo el cuerpo, bajo un parasol, en una playa de Cancún. Él hubiera preferido las islas griegas, pero Emilia se empeñó, se empeñó…
NOTA: Por si quieren oír la canción completa de Loquillo: