A Lola Campos-Herrero
dondequiera que esté
Ignoro por qué le pusieron ese nombre a aquel niño rubio y de aspecto angelical. Puede ser que así se llamara su padre o que este fuera un patriota y quisiera honrar la bandera británica que, como se sabe, es conocida por Union Jack.
Tampoco sé si el nombre influye en el destino de cada cual (espero que no), pero lo que sí pienso que tuvo importancia para el futuro de ese niño fue uno de esos viajes turísticos y familiares que los ingleses que se lo podían permitir en aquella época, hacía a los “países bárbaros del sur” (estuve en un tris de no entrecomillar esto), no sé si con el propósito de huir de la flemática rutina inglesa o de recordar a sus retoños la suerte que tenían por haber nacido en la isla más civilizada del mundo mundial.
Verano y fiestas populares. Un pueblo que se arremolina frente a una iglesia. Unos mozos que suben al campanario, con una cabra y algunas gallinas, y plaf…, dejan caer a los animales, que se despanzurran sobre las losetas de la plaza, con gran jolgorio del público asistente que, años después, hasta intentará que lo declaren bien cultural. Y es que la tradición es la tradición y a ti te encontré en la calle.
Pues bien, el pequeño Jack se quedó, como es natural, impactado. Porque esto, al lado de las “bromas” que le hacían él y sus amigos a todo perro o gato que encontrasen, era el no va más. Y encima la gente aplaudía, y no como en esa pérfida y neblinosa ciudad de Londres que, como los descubrieran, poco menos que los amenazaban con la horca.
-¿Ves, hijo mío? Estas costumbres tan bárbaras jamás las tendremos en nuestra querida Inglaterra-sentenció su madre.
(A saber)
Pero ye el pequeño Jack hacía sus cábalas.
A su regreso explicó a sus amigos lo que había visto, y ya que en la ciudad era prácticamente imposible encontrar una cabra ¿Qué tal si lo hacían con algún perro? Los amigos lo miraron con cierta inquietud. Una cosa era hacer un poco el gamberro, pero de ahí a lo que Jack proponía…
-¡Vale, vale, lo haré yo solo, atajo de cobardes!
Pero había un problema. Primero debía encontrar una iglesia con una torre lo suficientemente alta. Desde el primer momento descartó las catedrales. San Pablo, Westminter y la abadía del mismo nombre estaban, como se diría hoy, supervigiladas y llenas de gente; y no digamos la famosa Torre.
Caviló, caviló y llegó a la conclusión de que quizá, si se aventuraba por algún suburbio, encontraría una iglesia con la altura apropiada. Se dirigió hacia el norte del Támesis y llegó hasta el distrito de Witechapel pero, a pesar de su nombre, no encontró iglesia que se ajustara a sus deseos; además, los perros estaban tan famélicos y llenos de toda clase de bichos que llegó a pensar que ni siquiera tenían tripas.
Total, una frustración tras otra, y ya se sabe lo que son las frustraciones en la infancia. Eso sí, le gustó aquel distrito sórdido y neblinosos, lleno de callejones oscuros y de buenas perspectivas para más adelante.
Para colmo, cuando llegó a su casa, se encontró con que su madre le había comprado un perro, ¡un perro, un perro!, para que aprendiera a amar y cuidar los animales.
Jack tuvo que aguantarse para no propinarle un puntapié en toda la barriga y, desde aquel momento se convenció de que las mujeres no tenían ni idea de lo que les gusta a los hombres. Todo esto lo pensó pero, como buen inglés, se limitó a dar unas digamos diplomáticas gracias.
Por eso, por no decir lo que realmente pensaba, el rechazo hacia las féminas fue en aumento.
Jack creció. Solitario, pálido y circunspecto, se le veía paseando por el distrito de Witechapel hasta altas horas de la noche, siempre embozado en un abrigo que le llegaba casi hasta los pies y un sombrero de chistera. Pero ya se sabe que en Londres no se hace demasiado caso a las vestimentas, por muy estrafalarias que sean, e incluso crean moda. Un punto a su favor.
Una noche se tropezó con un grupo de mujeres y ¡oh espanto, todas tenían caras de perro, de gatos e incluso de cabra! Aquello pedía soluciones drásticas.
Para no entrar en detalles que todo el mundo conoce, lo único que diré es que el cuchillo era el que utilizaba su anciana madre para cortar el jamón (de York, por supuesto).
Pero todos tenemos nuestro talón de Aquiles y para Jack iba a ser Mary Justine Field, Mae para los amigos.
Noche neblinosa. Puente de Londres. Caballero con abrigo bajo u chistera va con prisa. Por la misma acera, en dirección contraria y con idéntica prisa, una señorita. Encontronazo, de antología, inevitable. Al caballero se le cae un cuchillo manchado de rojo y aunque él, estupendo en reflejos, lo recoge enseguida y lo oculta bajo su abrigo, no contaba con los ojos de lince de la muchacha. Ella ni se inmutó (para que luego digan que la flema inglesa no sirve para nada)
Se miraron. Él miró aquellos ojos y se sintió perdido. Y entonces ocurrió.
-¿Eres tú, Jack?
Cara de estupefacción del individuo, que permaneció mudo.
-Sí sí, claro que lo eres. ¿No te acuerdas de mí? Soy Mae, tu vecina y amiga de la infancia. Seguro que te acuerdas. Yo no te he olvidado…Menudo eras. Hasta mataste a mi perro…Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Jack seguía sin pronunciar palabra, aunque es cierto que ella no le daba tiempo.
-Mira, Jack, este encuentro es fruto del destino y no vamos a dejarlo escapar. Ahora tengo prisa. Soy enfermera y me toca guardia en el hospital pero ¿qué te parece mañana, en este mismo sitio y a la misma hora? Para entonces ya habré acabado mi turno.
Jack empezó a reaccionar, aun en silencio. ¿La recordaba? ¿Recordaba que había matado a su perro? Claro que sí. ¿Cómo iba a olvidar aquellos ojos intensamente azules? «Mae, mae, la muy…y aquel chucho asqueroso. No, no me importan sus ojos, es como todas; además, se me está brindando. Será fácil llevarla a mi terreno.»
Al fin le respondió con una especie de gruñido que Mari Justine, Mae para los amigos, interpretó como un sí.
-Entonces, hasta mañana, querido Jack.
Él sonrió de manera aviesa, o sea, con segunda, y se fue alejando mientras musitaba: mañana, a esta misma hora, mañana.
Mary Justine, Mae para los amigos, apresuró el paso. Aquel encuentro le había hecho perder unos minutos y ya sabemos todos esa manía inglesa de la puntualidad. Mientras casi corría, se repetía una y otra vez: «Sí, Jack, ha llegado tu hora. Nunca olvidé lo que le hiciste a mi perro. Te he estado buscando desde entonces. Pero eso no lo sabrás hasta que no sea demasiado tarde, querido y odioso Jack, je,je (sonrisa sarcástica que helaría hasta la sangre londinense)
Noche mucho más neblinosa que la anterior. La niebla casi se podía cortar (metáfora típica y poco afortunada en este caso). Un hombre, con abrigo hasta los pies y chistera calada pasea por el Puente de Londres. Se diría que espera a alguien. En sentido contrario, una mujer camina con una lentitud extraña, como si cargara algo muy pesado.
Se encontraron frente a frente. Con la niebla, él apenas pudo distinguir el color de sus ojos, pero sintió su mirada como un escalofrío.
Ella actuó con rapidez. Lo empujó hacia la pasarela al tiempo que le asestaba un corte limpio y perfecto en el cuello. No se oyó ni un gemido. Lo sostuvo contra la baranda mientras le ataba el fardo, lleno de piedras, a la cintura. Un esfuerzo más y el chapoteo del cuerpo al caer sobre el Támesis se confundió con el ruido de los paquebotes.
«Ahora solo me queda regresar al hospital y reponer el bisturí. Adiós Jack, un asesino menos.»
Cuando llegó, unos camilleros sacaban a un hombre de una ambulancia. No era raro en aquellas noches de niebla: caídas, robos con asalto, venganzas… Entraron en Urgencia. Ella los siguió. El momento le iba a servir para dejar el bisturí sin ser descubierta. Aún no se explica por qué razón se acercó a la camilla. Allí, tendido, un hombre semiinconsciente no hacía más que repetir: ¡He llegado tarde, he llegado tarde…La muy perra se me ha escapado…se me ha escapado!
Las piernas de la señorita Mary Justine Field, Mae para los amigos, empezaron a temblar. ¡No podía ser, no podía ser!
-¿Eres tú, Jack?…Sí, sí eres tú. Entonces ¿A quién…?
-¿Le ocurre algo, señorita? Mire no puede estar aquí.
-No, no, nada nada- reaccionó- Bueno, soy enfermera…pero ya me iba
El camillero le pidió disculpas y ella salió trastabillando de Urgencias. Estaba segura de que era él. Los mismos ojos, el mismo pelo ensortijado y todavía rubio. Pero ¿quién era entonces su víctima? ¿Por qué vestía exactamente como Jack?
Llegó de nuevo al Puente, se apoyó en la baranda y miró el río.
En el fondo del Támesis, un hombre que no conocía (a lo peor no se había inventado aún) el eslogan que le hubiese salvado la vida: “Sea original. Rechace imitaciones.”
FIN