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Cuaderno del orate

Cuaderno del orate

Cuatro meses y un día

Cuaderno del orate

Presentación de Juan José Delgado:

En 1977 Cecilia Domínguez entrega con, Porque somos de barro, su primer título poético. En ese inicio la poeta emprendía un camino en el que se escuchaba una voz que se alzaba con afán de renacer y voluntad de persistir, bien fuera por la vía de una melancólica entonación musical, bien porque sacaba a la luz un paisaje poético en el que perpetuar los mundos exteriores e interiores. Era una voz que procuraba conceder cuerpo, profundidad y expansión a lo visto y a lo vivido. Una voz —dije en una ocasión— que palpaba los sentimientos entre el barro, al tiempo que señalaba los misterios que le son comunes al ser humano. Misterios que vienen como realidades nuevas por fin descubiertas en ese justísimo momento en el que la voz, al hacerse palabra, las deposita ante nosotros, las tienta, las levanta y les da vida.

Todos los poemarios de Cecilia Domínguez han sobradamente confirmado la notable cualidad de hacer del poema la revelación que se da en un ser, en una poeta constructora de un universo en el que desea habitar siquiera por un instante, como también mantenerlo habitado y vívido, en este libro de hoy, durante cuatro meses y un día.

Cuatro meses y un día es el subtítulo del nuevo poemario que nos ofrece Cecilia Domínguez mediante la siempre cuidada intermediación de Ediciones La Palma. Cuatro meses y un día llega como una frase que apunta a un ámbito de condena y cárcel. ¿Quién es el condenado? El título, Cuaderno del orate, responderá: el condenado es un orate, esto es, alguien que ha perdido el juicio y que, en este poemario, escribe en un cuaderno las visiones de cada día. El almanaque nos ayuda a saber que se comenzó a escribir un primer día de un mes de julio y que fue clausurado un uno de octubre. Así que las páginas comienzan despidiendo la primavera, registran todo el verano y se ve cómo reciben el otoño. Cada uno de los 123 días fue marcado con la raya que los prisioneros se encargan de registrar en alguna parte de su celda. Se va viendo el peso de los días que se acumulan con la esperanza de imprimir la muesca final que notificará el final de la condena. Y todo el conjunto será la expresión de unos trozos de vida que muestran un alma almacenada y que se expone desde una conciencia siente cómo se malvive en el destierro.

Destierro y condena cuyo origen y causa es la sinrazón de una mente que, gracias a ello, será la autora de un cuaderno poético. Recordemos una breve frase de Platón en el Ión: “No se puede hacer poesía si antes no se está endiosado y no tenga ya lugar en él la inteligencia”. La carencia de razón es la razón de esta creación poética, pero, además, también es la razón de haberse situado en un plano extrahumano, diríamos mejor aquí: en un plano inhumano.

Para Platón la poesía no depende de la voluntad del poeta; venía desde fuera y como una fuerza a la que el poeta le era imposible controlar. El orate cumple esa condición de fuerza desatada en una mente delirante.

Cecilia Domínguez, puede decirse, no se halla endiosada, pero sí que se encuentra en una situación fuera de lo humano. Ha ido hacia las zonas caóticas de la inconsciencia y de la irracionalidad, de ahí que ya, desde el primer poema, emita no una voz, sino un grito que se vuelve aullido. Ese yo ya tiene raíces en lo profundo: es una imagen invertida; un descenso a lo animal, a lo inhumano que todavía habita en el ser humano. Alimaña o lobo estepario: nada que ver con la manada o ejército humano. Y en esa posesión de animal en que se siente vivir, no hay reglas, sólo una radical separación de un yo con el nosotros de una realidad normal.

La poeta emite su mensaje; no es el mensaje de un profeta que hable por otro. No pierde la personal expresión de la que se siente dotada. Ve las cosas que le rodean: son señales, signos vitales que surgen del entrecruzamiento del entorno y de su mundo interior. Chocan uno contra otro para frotar las palabras, unas contra otras, en un estallido que ilumina. Repito que la poeta no es profeta: no predice los signos que le llegan. Se asienta en lo que está ocurriendo, en lo que le está ocurriendo a sí misma y alrededor de sí. Esa mirada hacia el exterior obliga a concentrarse plenamente, obliga a una compenetración con lo de afuera.

Tiene que profundizar tanto en su cerrado mundo oscuro como prestar atención, también, al visible mundo de la realidad cotidiana. Ha de salirse de sí misma, de enajenarse. Se impone una corriente de inconsciencia. El primer poema sitúa al orate en el penoso reducto a donde fue echado. En el primer día la voz poética, que no es voz humana, pone las cosas en su punto.

El orate no se mantiene acorde con las pautas predeterminadas del mundo. Es un ser cuya conciencia alterada tiende al desvarío y a sentirse en medio de visiones confusas. Se ha desprendido y distanciado de un lenguaje racional y se halla en situación de proyectar sus vivencias mediante una carga explosiva de gramática delirante. La imaginación no encuentra un cuerpo estable en unos muros que lo encierran, y, además, no dispone de ninguna línea de contención a sus caóticas visiones.

Pero el imaginario del universo poético de Cecilia Domínguez se va imponiendo e irá dando muestras de su recurrencia. Vuelven las imágenes del viento, del mar, del monte o de la colina. Son imágenes del allá, que propician la idea de que se halla en un lugar de exilio, alejado de su espacio original, benéfico y vital.

¿Cuál es el punto de partida? Como en poemarios anteriores, nuevamente, se parte de la ausencia y de la soledad; en este caso, intensificado por el aislamiento de una vida condenada. El espacio poético se abastece de elementos de la naturaleza que serán los espejos del ánimo en donde se reflejen los miedos y las esperanzas de la poeta. Y la existencia quedará encerrada entre el temor de lo que se es y en donde se está, y el anhelo de la nueva vida que se pretende alcanzar. En ese crucial punto de inestabilidad transcurren los días de exilio del orate.

¿Por qué esta condena? ¿Cuál es la causa o el origen? Al orate se le ha desterrado a una torre que se erige en el núcleo organizador de los diversos fenómenos que por allí transcurren. Es un espacio de exclusión, secreto y aislado. Una construcción alejada del mundo habitual de donde procede. Como en la calderoniana La vida es sueño, el habitante de la torre se encuentra en un espacio de exclusión, en un lugar significativo en donde tendrá que ocurrir algo lo suficientemente importante como para que el orate vuelva a recuperar su mundo perdido. Si el motivo de la condena es haber perdido la razón, el proceso del poemario perfilará los momentos y situaciones en los que el orate busca ganar la razón perdida. Así que el poemario ofrecerá un punto de partida en el que el lugar del encierro se perfila como un espacio de paso, sujeto a un rito de paso, con las consiguientes acciones que simbolizan y encaminan la transición del orate de un estado indeseable a otra realidad más prometedora. El orate no pertenece a ninguna tierra ni vive con ninguna gente; se ha desposeído de sí mismo y tendré que reencontrarse.

Comienza en la torre de un castillo, un reducto en donde se ha emplazado el yo; un yo que se manifiesta como un animal que no puede ser domado por fuerza alguna. Un yo roto y escindido, divido en dos: cuerpo/espíritu; racionalidad e irracionalidad; ser humano o animal; Yo / Tú.
Y se pone de manifiesto que ha sido encerrado en ese mundo con un propósito: dar con el camino hacia la conciencia en medio de un tumulto de formas enemigas y amenazadoras. En medio y en contra las horrendas formas, se va en busca de la autoconciencia.

El poemario es un proceso de encaminamiento del ser que, habitando mundos abismales, pretende un espacio de vida de más preclara conciencia. Por ese camino se desplegará una gran cantidad de formas adversas y hostiles.

En ese cambio vital ha de confluir destrucción y renacimiento. Al igual que el ave fénix, algo tiene que ser destruido para que pueda ser levantado.
Se impone un cruel tiempo de espera. Se crea una intemporalidad porque en el imaginario de Cecilia Domínguez el tiempo no se halla nunca medido por las circunstancias. El tiempo está ocupando un espacio mítico y ritual y, por lo tanto, ajeno al espacio-tiempo cotidiano. Es un tiempo que potencia la creación de espacios nuevos o, si lo prefieren, se halla en un espacio que logra, pese al día a día del almanaque, situarse más allá de cualquier calendario habitual. Esa es la prerrogativa del espacio poético.

El mundo de afuera envía hacia el reducto del orate a numerosos agentes: favorables, unos; amenazadores y agresivos, otros. Cecilia vuelve a recurrir a las imágenes concebidas en su universo poético: el viento que separa y aleja; el mar que atrae; las colinas que marcan la frontera que la separa de la normalidad; la noche que espera y envuelve penas y sueños.

Cada realidad tiene su misterio que necesita ser revelado. Para obtener la revelación se necesita adentrarse en un más allá. El orate tendrá que ir colonizando ese territorio nuevo, descubriéndolo y tomándolo, haciéndolo nuevamente suyo, detalle a detalle, y en un viaje que, partiendo de un duro ascetismo, no desdeña los signos que se encuentran en la senda de la poesía mística. El yo tiene que actuar, moverse mental o espiritualmente, ponerse en camino, marchar y dejar atrás la noche oscura del alma.

El sujeto poético se halla arrinconado en un mundo. Un mundo real pero extraño, impenetrable y alterado por la imaginación y la irracionalidad. Es así como se entra en el ámbito del surrealismo. Porque este libro se abre a espacios surreales que, no lo olvidemos, tiene como objetivo la transformación del sujeto creador. El camino surrealista transforma la visión de las cosas al tiempo que enriquece a quien así va alzando y erigiendo mundos.
Y siempre el ansia de regreso por parte del yo asolado. Siempre el yo en busca de una posibilidad de salvación, una esperanza de luz, de vuelta a la razón, de ir a sí misma para, así, reconstruirse y descubrir su plena identidad desde donde lograr la esperada unidad de esas relaciones antagónicas entre cuerpo y espíritu; entre un yo y un tú; entre razón y sinrazón.

El mundo, ya se sabe, puede ser ancho y ajeno; puede ser también claustrante y enajenado. Cecilia Domínguez ha contemplado en otras ocasiones el mundo y ha expresado el sentimiento que una profunda contemplación desata en la poeta. En su amplia y desbordante obra poética nos ha dado múltiples tonos y perspectivas; ha tomado diversas posiciones para ver y sentir: o la mirada inocente, o la arrobada, o la curiosa, o la recreadora… En cualquier caso esta poeta ha probado que tiene un don: el de la libertad, el de sentirse libre para expresarse desde y hacia todos los puntos de la rosa de los vientos.

 

Carta de Jorge Rodríguez Padrón:

Querida Cecilia:

Estos días atrás, tu Cuaderno del orate ha estado sobre la mesa, en el montoncito de pendientes; pero no me pude contener y lo pasé por delante de todos este fin de semana. No pienses que fue el morbo de la nota adjunta el motivo de que lo «colara» a todos los demás, sino que -al echar la primera h/ojeada- puede notar el pulso de estos poemas; quiero decir, su trazado de tales. Dices en la nota que encontrar «la voz» te llevó mucho tiempo, años, casi media vida… Y es lógico, pues meterte en semejante -y tan delicado- territorio no es cosa que puede hacerse -como ahora dicen los cursis- «en caliente». Esa distancia, pues, creo que le ha venido muy bien al libro.

En primer lugar, porque aquí los patetismos no pueden con la serenidad de verdad que un poema exige siempre; porque -por otra parte- consigues que sea lea con interés por el/los poema/s mismo/s y no por la sobrecarga emotiva de su anécdota: suenan (y son) poemas por sí mismos. Lo que ya es mucho, dada las simplezas que hoy pasan por poesía, tan remontandas, tan asertivas, que tirán p’atrás. Aquí hay temblor y temor, esa respiración necesaria del que busca que un poema debe marcar siempre.

Pero vayamos a lo demás, que no es lo segundo desde luego. Diría que aciertas plenamente en escribir desde una perspectiva invertida; donde el yo (siempre presente) no es tanto el que habla, sino alguien al que se ve hablar. Ello hace que el poema sea siempre muy sugestivo, muy sugeridor; y quien lee no se queda en la superficie, sino que tiene que ir a la reflexión, tiene que ahondar en una experiencia existencial a la que el poema sirve de puerta y facilita el tránsito por sus incontables galerías. Ésa, su riqueza y su verdad (como ya dije).

Creo que puedes estar muy satisfecha con el libro. Y, por si fuera poco, más satisfecha si cabe con logros concretos como estos que he ido anotando a medida que leía: poemas como «Día 1», del segundo mes; como «Día 3», del tercero, o «Dia 15», del cuarto… Para mí, asombrosos por lo precisos. Pero también hay versos «de primera»: versos que uno lee y se queda por fuerza en ellos, y los repite en alta voz para ver que no han sido espejismos, Subrayo:
«…pero me arrastra la música, la música, como a un enemigo» (p. 12); «El grito en el suelo/ y yo despertándome entre los desertores» (p. 22); «Tres eran las mujeres y sólo una miró hacia la colina» (p. 66): un comienzo de poema comme il faut; pero no le va a la zaga este otro: «Como en un campo de batalla, yacen desconocidos cuerpos en la bruma» (p. 113), para que aprendan muchos dónde se pone el adjetivo (y cuál debe ponerse)…

De esto que añado a continuación me he dado cuenta ahora (y me he dicho: «por algo detuve la mirada precisamente en ellos»). Estos versos no son cosa suelta, aciertos puntuales; apenas nos fijemos, son ellos los que determinan la columna vertebral del libro todo; en ellos se concentra esa perspectiva certera y esa voz precisa que decía, sin la menor concesión, que hace de Cuaderno del orate el buen libro que es. ¡Enhorabuena!
Va también un abrazo de los dos para rubricarla.

Acto de presentación, octubre de 2014