El pasado día 28 de septiembre, a los 8 de la tarde, en la Librería de Mujeres de Santa Cruz de Tenerife, un grupo de amigos y admiradores de Rafael Arozarena, nos reunimos para recordarlo, con motivo del tercer aniversario de su muerte.
Allí nos encontramos Mª José Pérez Andreu, Juan José Delgado, Oswaldo Bordón Jonhatan Rodríguez, Fátima Rodríguez y yo, entre otros, para leer poemas y fragmentos de su obra narrativa.
Fue un acto sencillo – no podía ser de otra manera, pues Rafael no era amigo de parafernalias- pero en el que nos dejamos invadir, una vez más, por la «vida» que tanto gustaba a nuestro autor y que recorre cada uno de sus textos como una invitación a lo terrible y maravilloso de la existencia.
Después de un vídeo en el que aparecía Rafael contestando a una entrevista y, también algunos cuadros representativos de la poética del propio autor, se pasó a la lectura, varias de ellas acompañadas por los acordes de una guitarra y se terminó el acto con la canción del tema central de la película Mararía.
En lo que a mí respecta, no tenía la seguridad de poder asistir al por lo que había escrito un soneto para que alguien lo leyera en mi nombre.
Al final el problema se solucionó y pude compartir con los demás palabras y recuerdos.
Cuando empecé a escribir el soneto, lo hice con la memoria puesta en un poema de Rafael que, para mí es muy significativo. Se trata de El caballo blanco del poeta ciego y petenece al libro El ómnibus pintado con cerezas, un libro para mí imprescindible y que recomiendo a los que quieran acercarse a la buena poesía.
Y así surgió el soneto que leí aquella noche:
MAS TENDRÁ SENTIDO
A Rafael Arozarena i.m.
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Quevedo
Fuera ceniza que el amor convierte
en lecho- mar donde renace el vuelo-
Fuera el gozo de ser que borra el duelo
y aleja el desconcierto de la muerte.
Fuera tu voz la que al futuro vierte
poliedros sobre el mar, mientras un cielo
constante y navegable, funde el hielo
del corazón del hombre, de tal suerte
que salta, vuela y rompe las cadenas,
por renacer al sueño, fieramente,
descendiendo a la flor desde tu herida.
Hay anzuelos de luz en las arenas
y tu nombre despierta, nuevamente,
en la más alta esfera de la vida.
Este es el primer texto que «cuelgo» en mi bitácora, ( el primero lo colocó mi amigo Miguel de León que fue quien me confeccionó la página web).Quería iniciarla con este homenaje a un amigo al que quise y admiré mucho.
Lo estoy haciendo con la mayor voluntad pero, como podrán comprobar, no estoy muy «puesta » en el asunto. Espero que, al menos, no sea un desastre.
Siguiendo con el recuerdo a Rafael, no renuncio a publicar un relato que, con motivo de su fallecimiento le escribí y que salió en la, por desgracia desaparecida, 2C (Revista Semanal de Ciencia Y Cultura), del periódico La Opinión.
A RAFAEL AROZARENA DESDE ESTA ORILLA
Hace treinta y dos años conocí a Rafael Arozarena y desde entonces he tenido la suerte de su amistad y su complicidad en la palabra y en la vida hasta sus últimos días.
En la ceremonia previa a su incineración, pensé que el hisopo con el que el oficiante rociaba el féretro, bien podía contener vino en lugar de agua, algo que sería totalmente “fetasiano”
Con esta idea, al llegar a mi casa se me ocurrió un pequeño relato como despedida al amigo y al escritor, que no a su obra.
A quienes no hayan leído la obra de Rafael – espero que pronto lo hagan-, seguramente se les escaparán algunas claves que ahora pretendo aclarar someramente.
Así, el título del cuento es un “plagio” al libro de Arozarena, Desfile otoñal de los obispos licenciosos, y con eso, más las alusiones a Mararía, al ojo de Horus (el ónice) de Cerveza de grano rojo y a algunos poemas, he completado este relato que no pretende ser irreverente (o tal vez sí) sino, ante todo, un homenaje al escritor y al amigo.
EL IMPOSIBLE DESFILE DE LOS OBISPOS
A Rafael Arozarena i.m.
A la hora convenida se abrieron las puertas del domo para dar paso a los ocho obispos, dos por cada punto cardinal de la isla. Siete de ellos vestían de púrpura y sus bonetes, cuyas costuras cubría una hilera de ópalos, al igual que las cruces de oro que lucían en sus orondos pechos, brillaban bajo un sol que ya, en aquellas horas de la mañana, caía a plomo.
Delante de todos ellos, el octavo obispo, el anfitrión, vestía totalmente de blanco. Su mitra, adornada de olivinas, contrastaba con su báculo de plata en el que se incrustaban ovaladas piedras de jacinto. Una enorme cruz de oro labrado, con un Cristo exánime, colgaba a mitad de su pecho. Cubríase con una capa magna, bordada con hilos de oro y plata y, por lo agitado de su respiración, se adivinaba el gran sacrificio al que le obligaba su tan elevado ministerio.
Una banda militar imponía un ritmo marcial al desfile y apagaba las antiguas salmodias que pretendían subir más arriba del sol y atraer nubes que aliviaran sus cuerpos sudorosos.
En vano el obispo de blanco hacía señas al director de la banda para que aplacara aquel tronar de cornetas y tambores, muy al contrario, este lo interpretaba como una señal de entusiasmo y arreciaba su brío. A punto de desesperar, vio a un muchacho un tanto desarrapado que vendía azaleas y lo llamó. El muchacho se acercó temeroso y el mitrado, con una sonrisa de condescendencia le dio a besar el topacio de su enorme anillo y le prometió la salvación de su alma si conseguía llevarle un recado a aquel alférez metido a director de orquesta cuartelera.
-Mejor me compra todas las azaleas- respondió el muchacho
El prelado se contuvo; no podía llamarlo “chico de poca fe” ni dirigirle un sermón apocalíptico, como los que acostumbraba desde el púlpito de su catedral. Sería contraproducente para sus objetivos inmediatos. Así que, sujetando con fuerza aquella cruz que se bamboleaba, le prometió que, al día siguiente aquellas azaleas adornarían el altar mayor de su templo.
El chico lo miró con desconfianza pero se dirigió a cumplir el encargo.
A los pocos minutos los obispos oyeron un estridente solo de corneta. Era el toque de retirada y los militares se dispersaron por los callejones, ante el estupor de los desfilantes que se detuvieron cuando ya la gente empezaba a abrir los balcones y a arremolinarse en las aceras.
El sol tenía una fuerza impropia de la estación y caía sin piedad sobre los ocho madorosos prelados. Pero no se podía volver atrás: el héroe vencedor de los volcanes y las tormentas esperaba hacía ya varias pleamares.
-¡Arreciemos nuestros cantos. Invoquemos al dios todopoderoso para que nos conceda algunas nubes o una brisa otoñal que refresque nuestros cuerpos y alivie nuestro camino!-clamó el albo mitrado.
Animados por aquella arenga, los jerarcas continuaron su marcha mientras alguien, desde un alféizar sonreía malicioso ocultando cúmulos y vientos, una mujer escondía tras su mirada de fuego las rutas jubilosas y una bandada de cernícalos sobrevolaba la calle esperando que el calor les hiciera destocarse de sus bontes para caer sobre sus tonsuradas cabezas.
Para su fortuna, al pasar frente al obispado se abrieron sus puertas y por ella salieron treinta y dos sacerdotes con ocho palios que cobijaron a la curia. El desfile se hizo entonces menos penoso y los cánticos fueron ahora de alabanza.
Llegaron a las puertas del templo que olía a cerezas y a sándalo. El órgano inició un adagio, se plegaron los palios y los obispos compusieron su fila y entraron con parsimonia.
En el altar los esperaba el oficiante que recitaba una salmodia llena de zarcillos. A su lado, un enorme acetre donde se sumergían ocho hisopos.
El obispo de blanco, casi doblado por el peso de su gran cruz, apoyado en su báculo, dio un paso hacia delante y cogió un hisopo de plata labrada: los otros siete lo siguieron. Luego se colocaron alrededor del féretro en cuya tapa un esférico ónice parecía contemplarlos y empezaron la ceremonia de la aspersión. El líquido que salía de sus hisopos era rojo y una fragancia a mosto se sobrepuso sobre las demás e inundó la estancia.
Los fieles se regocijaron con el néctar ofrecido, el muchacho de las azaleas encendió la pira y las llamas auguraron un arribo feliz del héroe al mar de las mil lunas.
Octubre 2009