Te había dicho que eso del romanticismo no era lo mío, que un viaje a Venecia me parecía un tópico un tanto cursi; que en aquella época, con ola de calor añadida, los pequeños canales estarían apestosos, que lo de las góndolas y toda la parafernalia, incluido conciertos de violín en las terrazas del Gran Canal, era una sacadera de dinero para turistas incautos. Sí, amor, porque allí todo es precio de turista con pasta (la tenga o no); que pagar 25 euros por un café, por mucho violín que se te pusiera delante de las narices, era una auténtica barbaridad. También te dije que esa ciudad flotante estaba muy bien: la plaza de San Marcos, los hermosos palacios ducales, los museos, los puentes…Pero que todo un mes daba para mucho. Qué pasaba con Roma, Siena, Florencia…, sobre todo con Florencia.
Por toda respuesta me preguntaste cómo se me había ocurrido la idea de que Venecia flotaba. Yo te contesté que no era ocurrencia mía sino que lo había leído en un relato de Carlos Fuentes, y que yo compartía esa visión. Tú me miraste con una mueca que yo juzgué despectiva. Seguramente me equivocaba. Una es así de susceptible.
Al menos conseguí que pasásemos unas horas en Florencia y, como la gran cosa, me dejaste cinco minutos- contados por este reloj que, por cierto me regalaste- frente al David. Cinco minutos que, además, los pasaste haciendo lo que tú llamabas chistes, acerca de los “escasos atributos” de aquel magnífico muchacho que, ajeno a ti y a todos, miraba a otro lado, casi mejor diría que a ninguna parte, con la indiferencia que da saberse hermoso y admirado en su eterna espera, con la piedra dispuesta para cualquier Goliat que se atravesase en su camino.
En compensación, me compraste una horrorosa réplica en 50 centímetros de escayola que casi rompo en tus narices, en señal de protesta. Pero estaba el resto de turistas que nos acompañaba y no iba a quedar como una malcriada y mucho menos como una violenta desagradecida, así que fingí y, con una mueca que yo pretendía fuese una sonrisa, te di las gracias y me limité a envolverlo de mala manera y a meterlo de nuevo en la bolsa. Me da que este último gesto no pasó desapercibido a nuestros curiosos vecinos de asiento (Imagino los comentarios con el resto, porque en esto de los grupos ya se sabe).
Como no podía ser de otra manera, el balcón de nuestra habitación en el hotel que tú habías elegido, daba a uno de esos pequeños canales que desembocan, a pocos metros, en el Gran Canal. Un pequeño pasillo y cuatro escalones nos ponían en contacto con el agua.
Entonces ocurrió. Yo me había asomado para ver cómo conseguías una góndola para un paseo nocturno que, debo confesarte, aunque pienso que lo sospechabas, no me hacía ninguna gracia, y, no sé por qué, llevaba tu regalo en la mano.
Y ahora ¿quién va a creer que todo fue un accidente? ¿Qué el David se me cayó cuando tú te disponía a llamar a una góndola que pasaba por allí (por supuesto ocupada por una parejita y con el condotiero cantando a todo volumen) porque según tú era mucho más romántico dejar que el azar nos condujera y no una llamada de teléfono?
Justo en toda la cabeza. Trastabillaste por los cuatro escalones que conducían al canal y ya sólo pude oír un chop, sin más.
Bajé rápidamente a coger los pedazos del David. Miré hacia el hotel, por si alguien se había asomado. Pero esa noche se había organizado un baile de máscaras en sus salones, y todos los huéspedes, previo pago de alquiler de los disfraces, se sumaban con novelería a la jarana.
Todavía me extraña cómo no me propusiste asistir a la fiesta. Yo hasta estaba dispuesta, sobre todo si había bebida suficiente como para no llorar, como dice el tango.
Pero ese disparatado romanticismo tuyo te llevó a idear un recorrido nocturno y solitario por los pequeños, medianos y grandes canales.
Visto tu empeño, traté de convencerte de que era mejor y, sobre todo, más económico, coger un paquebote y hacer lo que todos los turistas: dar un paseo por la Venecia iluminada del Gran Canal. Pero tú, erre que erre y con esa cara de niño al que se castiga injustamente, me hiciste ceder, no por conmiseración, sino por esa incapacidad mía para seguir aguantando aquellos ojos de carnero degollado.
Recogí todos los pedazos. Eso sí, para que veas que no soy tan cruel, te llamé, ¡Eduardo, Eduardo!, y oteé aquel canal oscuro en el que te habías hundido a plomo.
Luego, con el sigilo que me caracteriza, subí a nuestra habitación y esperé un tiempo prudencial.
Cogí el teléfono.
-Buona será, signora.
-Buona sera…Disculpe, pero hace rato que mi marido salió a buscar una góndola y no ha regresado aún.
El recepcionista, extrañado por no haberlo visto salir y por el hecho de que no estuviésemos en el baile, intentó tranquilizarme diciéndome que a esas horas era muy difícil encontrar una góndola libre. Claro que también me preguntó cómo es que no se nos había ocurrido contratarla a través del hotel.
-Verá, es que a Eduardo le gusta más eso de la improvisación.
Imagino el entrecejo fruncido del recepcionista. Cuelgo.
Las 3 de la mañana. Llamo de nuevo al recepcionista, con voz de angustia.
-Sí, señora. Un poco extraño sí que es. Ahora mismo llamo a los carabinieri.
Te diré que nada se pudo hacer antes de que aclarara. Por mucha linterna o mucho foco que hubiera, era muy complicado, y el despliegue de luces de la ciudad no ayudaba, precisamente.
Fue a eso de las diez de la mañana de un día espléndido. Te hubiera gustado ver cómo relucían las cúpulas de San Marcos. Alguien dio la voz de alarma.
Y allí estabas tú, flotando en el Gran Canal. Sí querido, flotando, como Venecia.