Jacobo seguía vigilante, pero aún quedaban algunas noches para que todo cambiara.
Mientras, el Conde se había dirigido a Eduardo con esa voz meliflua que se gastan todos los condes y demás nobleza de las latitudes transilvanas, y de otras. Le dijo que se rendía a su superioridad y juventud, que lo admiraba a pesar de que era un plebeyo y no iba a ser un obstáculo para su amor. Al contrario, le ofrecía su terrorífica mansión de las afueras que él llamaba “casa de verano”.
-Lo he comprendido, muchacho- continuó- Sé que cuando el amor llega así de esa manera, uno no tiene la culpa. Tú mereces ser feliz y yo sé que ella está dispuesta, así que olvídate de disuadirla. ¡Nada de ristras de ajos, estacas, cruces ni hostias! Parece mentira que estando a la última en Tecnología y Ciencias varias, me salgas con esto.
Aquí bajó la voz porque se dio cuenta de que se exaltaba demasiado y empezaban a crecerle los colmillos.
El caso fue que con estas y otras palabras que no digo pero que fueron aún más convincentes, logró que Eduardo se dejase llevar por sus sentimientos. Ahora todo era cuestión de esperar un momento de descuido.
Aquella noche, una luna llena lucía, de vez en cuando, entre negros nubarrones. Bell esperó a que su padre estuviera dormido, se levantó de la cama y se vistió. Había aceptado una nueva cita con Eduardo, aunque le puso como condición que se vieran en el parque donde se encontraron por primera vez. A Bell, lo de ir a la mansión del Conde le sonaba a trampa, a puñalada trapera, y ella se le iba a adelantar.
Por Eduardo estaba dispuesta a todo, bueno, a casi todo. Claro que lo de los colmillos y la sangre le daba cierto repelús pero «quien algo quiere, algo le cuesta», se decía.
Mientras tanto, Jacobo se había dirigido a un aprisco. Su transformación se había producido y quería saciar su hambre antes de entrar en acción. Y así, de improviso, interrumpió de forma definitiva el amarecer de dos indefensos animales lanudos. Digamos que tuvieron un “amarecer interruptus” y sin un balido.
Un aullido sangriento rasgó la noche.
Bell lo oyó, pero esto no la detuvo como tampoco lo hizo contemplar cómo el parque se iba pareciendo cada vez más al bosque de Blancanieves. Lo único que le importaba ahora era reunirse con su amado por siempre jamás. Ni siquiera se dio cuenta de que algo o alguien la seguía, ocultándose tras los árboles.
En un claro, escasamente iluminado por un rayo de luna que consiguió filtrarse entre los nubarrones, esperaba Eduardo. Sus ojos brillaron de forma inusual cuando vio a Bell. Esta se acercó y le ofreció su cuello.
Fue cuestión de milésimas de segundo. Una sombra negra se abalanzó sobre ellos y, sin dar tiempo a reacción alguna, le dio un fuerte empellón a Eduardo y se llevó a Bell en volandas y desmayada (para variar).
El joven vampiro (se entiende que ya todos saben lo que era Eduardo ¿o no?), con sus colmillos en tierra, pensaba cada vez más furioso consigo mismo: «Todo esto me pasa por hacer caso a condes de pacotilla.»
FIN