Literatura

Diario de un encuentro

Copio aquí la presentación del libro de Montserrat Cano: La Gomera y el arrebato, que presenté ayer, día 25 de julio, en la «Librería de Mujeres»

DIARIO DE UN ENCUENTRO

(A propósito del libro La Gomera y el arrebato de Montserrat Cano)

La Gomera: isla que, como todas, está siempre a la intemperie, en la que se sienten las lejanías, en la que el mar barrunta oleadas de esperanza, donde callan los roques, lo valles, los caminos, y susurran su intimidad los bosques. Isla cuyo cuerpo es acribillado por el viento en una rebelión de silencios y gritos, mientras se esconde el miedo en los crepúsculos.

Isla hermosa y terrible, acogedora y enemiga, tregua y batalla, que pone su voz de sal en las mareas y su silencio en las noches desnudas.

Esta es la isla que nos presenta Montserrat Cano en su libro La Gomera y el arrebato. Un libro difícil de calificar, porque no es realmente un libro de viajes o un diario íntimo, aunque participa de algunas de sus características, tampoco es un libro de divulgación antropológica ni una guía para visitantes, aunque de todo esto hay también en él, de tal forma que quien lo lee siente deseos de visitar La Gomera o, si ya lo ha hecho, contemplarla con la mirada que nos propone la escritora.

Porque ella va más allá de lo que el ojo ve, en esa suerte de impulso súbito que experimenta ante la isla, y se sumerge en el ir y venir de sus caminos, en sus mitos, en sus secretos, en sus grandezas o en sus miedos. Y lo hace con la mirada que sucede a la primera extrañeza, la que nos hace sentir insignificantes frente a la inmensidad del mar, bajo la sombra de los roques, perdidos entre los árboles de sus bosques.

La escritora confiesa sentirse distinta, y nos transmite sus dudas de si lo que está viendo es real, porque le cuesta entender el lenguaje de la isla, porque en ella, la naturaleza parece replegarse sobre sí misma y sus signos se enrocan como las olas y se pierden las voces entre las torrenteras. Sin embargo, persiste en su contemplación y, de pronto, se da cuenta de que su pulso se acompasa al del mar, que su aliento se une al del roque que más ama, el Roque Cano, que no en vano lleva su apellido, que su voz se une al rumor de los árboles del Garajonay.

Así se produce el encuentro que se repetirá una y otra vez, pero siempre distinto, cambiante como la isla que, en cada nuevo hallazgo, le revela parte de sus secretos. Descubrimientos que a lo largo de las nueve partes en las que está dividido su libro, van conformando su visión, su aprehensión de la isla que luego nos transmite con palabras donde la metáfora es parte natural, porque también lo es la isla, imagen de un universo que está más allá de ese océano que la rodea. Y es que cada encuentro y el testimonio de ese acontecimiento tienen un ingrediente fundamental, la emoción, sin el que la palabra podría perderse en el marasmo de lo ya sabido.

La emoción, producto de una especial sensibilidad, va haciendo que los nombres de los roques, de los valles, de los barrancos, de los acantilados, tomen tal significado que trasciendan esa realidad geográfica, intensificando así la sensación de pertenencia a un lugar. Para comprobarlo, no hay más que detenerse en la descripción del Roque Cano, al que califica de «alto, sólido, hermoso, turbador e impresionante», en una personificación que roza el sentimiento amoroso, entendido este como una atracción pasional, en este caso no hacia una persona, sino hacia un elemento, en verdad majestuoso, de la naturaleza.

Montserrat Cano sabe que no hay que intentar comprender la isla, buscar explicaciones para todas y cada una de las miradas, de los paisajes, del paisanaje, de su historia o sus mitos, sino dejarse imantar por ella, aún sabiendo el desafío que supone internarse en la intimidad de sus bosques, llegar hasta las cimas de sus roques, para contemplar no sólo el paisaje que se extiende a sus pies, sino también a sí misma, y luego dejarse zarandear por un mar fuerte y avasallador.

En cada nuevo encuentro de la escritora con el paisaje de La Gomera, aparece el desconcierto, una mezcla de asombro y desasosiego que la lleva al misterio, a lo sagrado. De ahí que el rito sea una manera de conjurar esa desazón, sus propios deseos y sus propios temores. Y así, bebe de los Chorros de Epina, o amontona piedras en la cumbre de La Fortaleza, mientras entona, junto a su hermana Mª José, salmodias inventadas en honor a los dioses guanches. Y llega la risa liberadora, convirtiéndose la isla en un paliativo para sus pesadumbres y sus heridas.

La autora de La Gomera y el arrebato nos concede de vez en cuando un respiro y nos cuenta anécdotas que nos hacen sonreír, como cuando nos narra de qué forma se perdió en el barranco de Valle Gran Rey y lo que aconteció después. Una anécdota donde el ritmo ágil de la narración de su aventura se mezcla con acierto con la descripción del paisaje y las sensaciones y recuerdos que este le despierta.

La historia y las dos leyendas inaugurales de La Gomera – la de Gara y Jonay y La rebelión de los gomeros- tienen también su presencia en este libro. A través de ellas Montserrat Cano nos señala la crueldad de la isla, su violencia que, como bien dijo Pedro García Cabrera, refiriéndose al plano literario pero que bien podría aplicarse al diario acontecer del isleño, se produce por un «desritmo entre hombres y paisajes. Este continuo hostigar sin huirse- acorde de espuela y freno -(continúa diciendo el poeta) labora una contenida angustia, una tensión psíquica….Esta tensión latente engendra acometividad.»

Tal vez sea esta la mejor explicación de la historia de la isla y de sus leyendas que, al fin y al cabo, tienen mucho que ver con lo literario y, por lo tanto, con la imaginación, la sensibilidad, pero también con lo real humano.

Tampoco le es ajena a la escritora una mirada crítica, como no podía ser de otra manera; porque también se lo exige ese arrebato, ese impulso por hacer y decir cosas; y así denuncia la degradación de lugares como Puntallana, en otro tiempo hermoso y que ahora, por culpa de la mano del hombre se ha vuelto, en palabras de la escritora «un espacio sórdido», o lo ocurrido con los restos del pescante de Vallehermoso convertido en un lugar, que la escritora define con la ironía que la caracteriza, «con apariencia de castillo y trato de mazmorra.»

Descubrimientos, sensaciones, acogimiento y rechazo, nostalgias y plenitud que no serían posibles sin algo muy importante, tanto en la escritura como en la vida de Montserrat Cano y en la de todos nosotros. Me refiero a la memoria, en cuanto reclamo de nuevos asombros. Memoria de otras islas, de otros territorios, algunos lejanos en el espacio y en el tiempo, otros cercanos como son los territorios de la infancia, que sobreviven a pesar de los años. Así Aliaga, el pueblo de sus tíos, en la provincia de Teruel, donde transcurrían sus veranos, o Madrid, que ella considera su ciudad.

Pero, volviendo a La Gomera, la escritora sabe que esta no es solo paisaje, luz, mar de nubes, roques o barrancos, sino también soledad. Un aislamiento donde la otredad se siente con más fuerza y se traduce en una manera diferente de conocer el mundo, donde espacio y tiempo se unen en lo contemplado y en la memoria de lo contemplado.

Isla, territorio de la dualidad, donde a un norte montañoso que cae en vertical sobre el mar, le sucede, con solo volver la mirada, un sur de suaves y onduladas vertientes. Donde el reino de la voz y el del silencio se complementan para que sea posible el encuentro con uno mismo. Donde se contempla el mar cuyo horizonte no significa- al menos para Montserrat Cano- límite sino puerta que se abre a la esperanza y a la promesa.

Dije una vez que quien mejor conoce y ama su territorio no es aquel que se limita a contemplarlo y devolver una imagen más o menos tópica y sabida del paisaje, sino quien lo aprehende y quiere ver más en él; que ese territorio le diga más que lo que le cuente una mirada hecha a base de costumbre, y así le ocurre a la autora de La Gomera y el arrebato, en ese lugar, ahora tan suyo, como es la isla y, sobre todo Vallehermoso, que no es el territorio de su niñez, no es su tierra nativa, aquella donde se produce la primera mirada, el primer asombro ante las cosas. Y sin embargo acontece en nuestra escritora esa comunión con algo que no es la isla misma sino que partiendo de ella lo convierte en algo distinto a lo que siente que pertenece. Me refiero a la unión entre el territorio geográfico y el íntimo y subjetivo.

El cielo nocturno de Vallehermoso toma el tono verde del Garajonay y propicia las confesiones, la presencia de ese otro yo que a veces le produce vértigo pero que también constituye un refugio, incluso a pesar de ella misma. Y el Roque Cano, apenas intuido en la oscuridad de la noche, se personaliza, se vuelve reposo, interlocutor, escondite y hogar.

El viaje no ha hecho más que empezar. Montserrat Cano es viajera de tres Ítacas, Aliaga, Madrid y Vallehermoso a las que abandona con el deseo y el firme propósito de regresar, como una Ulises que va dejándose hechizar por la memoria, por el paisaje, por el mar y por la vida.

Una mujer que ha encontrado su horizonte en una isla del Atlántico y que nos convierte, gracias a este libro, en cómplices venturosos de sus encuentros.

Y Para terminar quiero hacerlo con un fragmento de un poema de Pedro García Cabrera, A la mar fui por las islas, perteneciente al libro A la mar fui por naranjas y que dedico a Montserrat Cano, escritora y amiga:

[…]Déjame aún erguirme sobre tus precipicios,
déjame izar en ti mi cuerpo acribillado,
déjame amar la luna que ilumina mi casa,
déjame con tus nubes de langosta en el aire;
pero no me condenes a trillar la tristeza,
a comer tus cenizas y apurar tu amargura
viéndote desangrarte como el canto de un cisne.
Y aunque seas tan honda como un puñal clavado,
haz en tu espalda sitio al ladrido del perro,
al pregón de las ranas voceando al crepúsculo,
al libro en el que leo y al papel en que escribo,
a los labios que beso y al amigo que abrazo,
a la melancolía de estar siempre queriendo
y al sueño que mantiene despiertas las naranjas.
Que isla y amor de madre tengan las mismas letras.
Con la mano en la mar, así lo espero.