DE PRONTO, ABEL
Ya le había advertido que, después de lo de sus padres, eso de dedicarse a la agricultura le iba a traer más de un dolor de cabeza; que era un trabajo muy ingrato, siempre pendiente del sol, de la lluvia o del viento, es decir, del humor de “quien ya sabía”, y que, aparte del peligro de plantar algún árbol prohibido, la ganancia era escasa.
Pero a su hermano no había quién le ganara en tozudez (tampoco es que hubiera mucha competencia) y además, siendo el mayor, no le iba a hacer caso a aquel niñato que se pasaba el día tocando el caramillo con sus ovejas; así que el muchacho fue dejándolo por imposible, recalcándole, eso sí, que el tiempo le daría la razón. Y sin más, cogió su rebaño y se fue al monte ese de cuyo nombre no me acuerdo porque, además, no sé si en época tan remota, a su padre le había dado por bautizar toda elevación de terreno que sobrepasase su castigada cabeza.
Hacía días que el muchacho encontraba muy raro a su hermano. No lo miraba de frente cuando le hablaba- lo que ocurría en contadas ocasiones- y cada vez con más frecuencia sentía sus ojos aviesos fijos en su cuello.
Al principio lo achacó a que, como bien le vaticinó en su momento, la cosecha había sido, por decirlo de una manera suave, mezquina, lo que hizo que más de una vez lo sorprendiera levantando su puño amenazante a ese cielo cuyo habitante parecía sordo o se lo hacía. Pero ahora la cosa iba contra él que, al fin y al cabo, no tenía la culpa de que sus ovejas engordasen y pariesen en abundancia. Claro que, ya se sabe: a falta de un culpable, o porque este estaba demasiado lejano y además era intocable, alguien tenía que cargar con el mochuelo, así que le tocó a él.
El asunto se fue complicando, y de las miradas se pasó a unas indirectas, faltas de cualquier tipo de diplomacia, que lo pusieron en guardia. Pero no era cuestión de ir con el cuento a papá o a mamá, porque eso sería echar más leña al fuego.
Me da que este no tiene muy buenas intenciones, pensaba, y este cosquilleo en el cogote me advierte de que corro peligro.
Fue entonces cuando se acordó de aquel animal que se encontró un día en la montaña. Tenía toda la pinta de un perro, pero el hecho de que, de buenas a primeras, se acercara a una de sus ovejas, le hincara su poderosa dentadura y se la llevara como si tal cosa, le demostró que de perro nada. Y miren por dónde, ahí no estaba su padre para ponerle nombre, así que lo hizo él y lo llamó “lobo”.
Esa misma noche, cuando todos dormían, salió de su cueva y se dirigió al monte. Había luna llena, con lo que pudo hacerlo sin ayuda de otra luz que no fuera la de aquella esfera blanquecina. Llevaba consigo una de sus ovejas. Cuando llegó, la ató a un arbusto y esperó. Su finísimo oído le avisó de que alguien o algo se acercaba. Se ocultó entre unas peñas y…allí estaba el lobo, relamiéndose por anticipado ante aquella pobre oveja que no hacía más que balar de puro terror. Ya iba a hacerla su presa cuando sintió una fuerte pedrada en el occipucio que lo hizo caer redondo.
Cuando recobró el sentido, se dio cuenta de que aquel humano joven lo había amarrado, sin darle tiempo a defenderse. “Ha llegado mi hora”, se dijo el lobo- porque ya, desde aquellos tempo, el lobo sabía pensar-, pero se equivocaba. El muchacho lo cargó sobre sus hombros y lo llevó a una cueva cercana. Allí lo dejó amarrado a una piedra y depositó a su lado un cuenco con agua.
-Ahí te quedas, lobo. No quiero que te mueras de sed, pero sí que pases un poco de hambre. Dentro de un par de días vendré a soltarte y te compensaré con una oveja mucho mayor que esta.
Luego se aprovisionó de pasto suficiente y regresó a su cueva cuando casi amanecía.
Ni que decir tiene que aquellos dos días vio cómo su hermano iba de un lado a otro, como animal en jaula, y lo miraba de soslayo. Él correspondía a aquella mirada bajando la vista, en silencio, hacia unas pieles de oveja que intentaba curtir.
-¡¿Qué pasa?!- estalló por fin- ¿Es que no vas a salir con tu dichoso ganado al monte?
-Hoy no. Precisamente estaba aprovechando para curtir estas pieles para ti. Las que tienes están casi inservibles y ya se acercan los fríos.
-No quiero tus pieles. Además, todavía apestan a oveja.
-Hombre, yo lo hago con mi mejor voluntad, pero si no las quieres…
Y, como era inevitable, la mirada reprobadora de los padres, que presenciaban, y no por casualidad, aquella escena de amor fraterno, hizo que el nervioso hermano se pusiera las pieles con un gesto un tanto desmedido.
-Mañana iré arriba de madrugada- dijo el muchacho pastor sin dar importancia al arrebato furioso de su hermano-así que yo también llevaré mis pieles porque ya empieza a hacer mucho frío por allí…Por cierto, el otro día, cuando bajaba con las ovejas, vi cerca de aquí la quijada de un animal salvaje, pero cuando regresé a recogerla ya no estaba. ¿La has cogido tú, por casualidad?
El aire se puso tenso.
-¿Yo? ¿Me quieres decir para qué necesito yo una quijada? ¡Bastante tengo ya con esta maldita cosecha, como para perder el tiempo con huesos!
Fin del diálogo fraterno.
Pues sí, una vez más el pastor tuvo razón. Aquella madrugada se presentó muy fría y mientras iba con su ganado monte arriba, se arrebujó bien en su zalea.
Corrió hacia la cueva, mirando de vez en cuando hacia atrás por si descubría a su hermano. El lobo lo esperaba y lo recibió con un gruñido.
-Tranquilízate. Ha llegado el momento, pero aún tienes que esperar un poco a que aparezca tu pieza mayor. La reconocerás por el tamaño y porque estará justo detrás de mí.
Dejó al lobo y buscó un claro. Se acercó a una piedra y se sentó, mientras observaba cierta inquietud en su rebaño.
No tuvo que esperar mucho. Su hermano, enfundado en aquella zalea algo apestosas todavía, se acercaba blandiendo la quijada.
No le dio tiempo a decir “esta boca es mía.”
De pronto, un relámpago rasgó el aire, y no sé si desde una zarza, desde una piedra o desde una nube, se oyó una voz atronadora y furibunda que preguntaba:
-¡¡¿Y ahora qué?!!
FIN