CONFERENCIA INSTITUTO DE ESTUDIOS HISPÁNICOS
INTRODUCCIÓN
Debo confesar que la idea que tuve durante bastante tiempo sobre la hispanidad, tenía mucho que ver con la que promulgaba el régimen franquista que la denominaba “El día de la Raza”.
Afortunadamente, hoy ha cambiado completamente estas connotaciones- a mi entender totalmente peyorativas, y hasta el diccionario de la RAE define la “Hispanidad” como al «conjunto de los pueblos de cultura española».
Y a este concepto acuda para homenajear a cinco escritores que, partiendo de su insularidad y con la certeza de ser producto de un enriquecedor mestizaje de razas y culturas, reconociendo sus substratos aborígenes y africanos y su cultura y civilización hispánica y europea, supieron mirar más allá de sus fronteras y tender hacia la universalidad, lo que los hizo ser más canarios aún.
Así, he titulado mi conferencia
LA SED QUE NO ACABA
Si después de leerlo sientes sed es que el discurso es fértil; léelo aún, y más: la sed engendra sed. Qué error el del saciado; no conoce la sed de la sed que no acaba.
Este poema pertenece al libro Cuchillo casi flor, del poeta Luis Feria, uno de los escritores a los que debo lo que ahora soy en este difícil y apasionante mundo de la literatura. Pero no fue el único. A lo largo de mi vida he tenido la fortuna de contar con la amistad y el magisterio de unos escritores que, sin pretenderlo, me ayudaron y estimularon a seguir por el camino que yo había elegido desde mi niñez.
El primero de ellos fue Pedro García Cabrera.
Corrían los años 70 y un trabajo de investigación que me había propuesto el profesor de Literatura de la Escuela de Magisterio- carrera que yo cursaba en aquellos momentos- me llevó a hacerle una entrevista al poeta.
Debo aclarar que yo ya lo conocía – aunque no personalmente-, no solo porque había leído alguna de sus obras (pocas porque su obra completa se publica en el año 1987, 6 años después de su muerte) sino también porque, en mi casa, había oído hablar de él, ya que fue compañero de prisión de mis tíos abuelos, Manolo y Lucio, en el campo de concentración de Villa Cisneros. Tal vez por esas referencias, mi nerviosismo era mayor y, a pesar de la afectuosa acogida de Pedro, la entrevista no se me grabó. Cuando llegué a mi casa y me di cuenta del desastre, me llené de valor y lo llamé por teláfono para decirle lo que me había ocurrido y él no tuvo ningún problema, al contrario, me dijo que volviera al día siguiente. Eso sí, que comprobara que la grabadora funcionaba.
Afortunadamente éramos vecinos – vivíamos a un par de calles de distancia-y allí fui, respirando hondo.
Acabamos la entrevista y comprobé allí mismo que se había grabado. Matilde, su mujer, había hecho café y lo llevó al comedor, con unas galletas. Entonces me atreví a decirle a Pedro lo de mi parentesco con sus compañeros de prisión; incluso le dije que tenía una copia de la última carta de despedida, escrita por mi tío Manolo, unas horas antes de que lo fusilaran, allá por los años 40.
Él me pidió entonces que le llevara la carta al día siguiente, y lo hice.
Cuando terminé de leerla, Pedro se puso de pie. Su voz resonó en las cuatro paredes del comedor, recitando su poema Con la mano en la sangre, del libro Entre la guerra y tú:
Nadie se acuerda ya de la Gran Guerra Y aún tienen los ríos su largo brazo en cabestrillo Y los ojos saltados los puentes y corazones ortopédicos los hombres. Sólo tú, yo y aquel sueño polar de golondrinas con nuestras aguas verdes por la espera, batimos el recuerdo en tu mármol, en mi frente, en su oído. Nos venderán de nuevo Aunque prosigan con su rebelión armada los rosales y la mentira con sus tres dimensiones y un pico con ojeras y el treno de los trenes en el trino de una estación al este de los mares. Todo se perderá: corales, ruiseñores, la última comedia que apunte el caracol desde su concha, los diarios que voceen las ranas al crepúsculo, tu orfelinato de montañas locas, tantas y tantas cosas que ignoran los cipreses Y de tu voz, hasta de tu voz, que enlaza la seda con los pámpanos fabricarán cañones que habrán de bendecir los obispos para que rompan más eficazmente las venas de los sueños. Se nos dará una gran razón: que somos hijos de la patria, sin saber que a ti, a mí y al sueño polar de golondrinas nos sobra espacio para vivir aun dentro de un beso de paloma.
Fue la mejor respuesta. En sus ojos no había odio- Pedro era incapaz de odiar- pero sí el rechazo, el dolor por todas las injustas ausencias, la firmeza de quien no quiere olvidar ni que olvidemos.
El silencio se adueñó del aire y a mí me recorrió un escalofrío y comprendí, en ese instante, toda la sinrazón del hombre que acude a la mentira para justificar la muerte del otro.
Afortunadamente, Matilde rompió aquel silencio apremiándonos a que cogiéramos “una galletita”. Luego empezamos a hablar de poesía y yo me animé a decirle que, desde hacía tiempo me había dejado atrapar por ella, aunque sin aclararle que yo había escrito ya algunos poemas
Las visitas a la casa de Pedro continuaron. Como dije, vivíamos muy cerca y a él le gustaba que fuera por allí algunas tardes, sobre todo después de que supo de su enfermedad. Una de esos días me atreví a confesarle que yo también escribía poesía. Pedro abrió los ojos como si se asombrara y me reprochó, con una sonrisa, que no se lo hubiera dicho antes. Por aquel entonces yo estaba escribiendo mi libro Objetos, y él me pidió, con esa voz que ponía que casi parecía una orden, que se lo llevara. Así lo hice. Esa misma noche me llamó por teléfono y me dijo que me iba a hacer un prólogo.
Fue todo un regalo, un estímulo para continuar. Su texto, desgraciadamente, quedó inconcluso, pero así lo puse en mi libro y aún conservo su manuscrito.
Pedro no pretendía ser maestro de nadie, pero lo fue. En él siempre hubo un sueño de libertad convertido en voluntad poética que luchaba contra el desasosiego y las contradicciones del hombre y de su historia. Y eso se contagiaba, o al menos a mí me sucedió.
Además, con él aprendí que, todo lo que consideramos nuestro paisaje, lo que amamos al contemplarlo desde nuestras ventanas, o azoteas, a la orilla del mar- ese elemento imprescindible para que la isla se defina-o en la cima de algún monte, solo tendrá un sentido, no solo poético sino también vital, si lo ponemos en relación con esa otra realidad mayor que es el universo.
Así decía en su libro La rodilla en el agua: …me voy tornando como tú, una isla/ que hiela sus nostalgias con delfines/ y derrumba los valles del latido,/ emigrando de mí para encontrarme/ en la desnuda soledad que pueblas.
A finales de los 70, una amiga me llevó a una tertulia que se celebraba los martes y los
viernes en el Bar Arkaba de la Avenida de Anaga, con el mar al fondo, apenas visible entre contendores y grúas. Varias mesas se agrupaban en la amplia acera. Allí, en el centro- sea cual fuere el lugar que ocuparan en las mesas siempre era el centro- Isaac de Vega y Rafael Arozarena. El uno a veces distante, a veces con una sonrisa de supuesta aquiescencia que, lejos de tranquilizarme, me mantenía alerta; el otro, jugando con las palabras y nuestros miedos; haciendo un guiño a los que, por entonces, empezábamos a mirar a nuestro alrededor “de otra manera”, o al menos eso creíamos.
La magia aparece y es Rafael quien la atrapa para trastocarlo todo. Y una noche se le ocurre hacer una torre de cristal con nuestras copas y derramar sobre ellas un vino espumoso. Mientras el líquido cae en cascadas, Rafael recita o salmodia un canto inventado sobre la marcha, e Isaac lo mira un instante y sonríe mientras me dice «Bueno, las cosas del Rafa, ¿oíste?»
Me vienen a la memoria las tardes que pasábamos Rafael y yo en casa de una amiga común. Hablábamos de todo, pero especialmente de literatura, de pintura, de música y de vida. Porque vida y poesía fueron siempre para Rafael una sola cosa.
Eran, plagiando el título de un poema suyo, «tiempos de amistad bajo un solo cerezo.»
Un día me dijo que iba a pintar un cuadro que tenía mucho que ver conmigo- en esa época pintaba con acuarelas y tinta china- Yo permanecía en silencio expectante mientras él trazaba las líneas que iban a configurar a Penélope tejiendo el mar, cuadro que aún conservo y que sirvió deportada a uno de mis libros.
De Rafael aprendí el vitalismo con el que se une a todo lo que le rodea, ese jubiloso encuentro del hombre con la naturaleza que nos acerca, desde lo más íntimo de nuestro yo, al renacer de una isla en la que, nuevamente, perdernos. Una isla que, como el mar, la llevaba en la sangre, y la soledad también, de tal manera que cuando descubre la realidad volcánica y solitaria de Lanzarote, su poesía cambia radicalmente.
Y aprendí también que la escritura es indagación constante en lo invisible y en lo oscuro, una incansable búsqueda de espacios en los que extraviar nuestros pasos. Y en ese camino, se acepta el mundo de una manera jubilosa, como un milagro que el poeta vislumbra, aunque solo sea un instante, pero que basta para el júbilo
Y así escribe su Caballo blanco del poeta ciego:
Salta caballo, pájaro, poeta ciego conjunto, bala desgranada del pecho de los ángeles. Vuela, salta, libera los ríos ascendentes de la sangre encendida. Galopa fieramente como un bárbaro guerrero de la luz y de la sombra. Destrenza las inútiles verdades de tus versos malditos la mentira de todo lo que es cierto y ven tus ojos. Destruye y quema al viento como las crines secas de tu propio entusiasmo. Galopa fieramente. La rabia sea contigo, las alas y el silencio. Traspasa las vidriosas ventanas del cielo navegable. Salta, galopa, salta con Dios o con el Diablo. Quema el alma y persiste. Aún te quedan alas. No se quiebren tus alas con premio ni castigo, con la vida o la muerte. Salta caballo, pájaro, poeta, que el día fue una luz entre dos sombras. Galopa y vuela. Ya no serás ceniza cuando la inmensa hoguera del poniente de nuevo resplandezca. Ya no serás ceniza aunque los desalados, los inútiles ángeles que imprimen sus huellas en la arcilla insolentes y dignos se pregunten si vas a parte alguna.
Por Isaac de Vega supe de la necesidad de ser coherente con uno mismo, de no hacerse concesión alguna, sobre todo en lo que respecta a la escritura, aun corriendo el riesgo de no gustar a todo el mundo. Él mismo me decía que su literatura gustaba a pocos porque era demasiado personal, íntima, con una fuerte carga de ensoñación y sin hacer concesiones al lector, pero que eso no le importaba porque lo que el pretendía con su literatura era aclararse a sí mismo y al mundo en el que le tocó vivir. Pero precisamente por eso es por lo que pienso que su literatura nos interesa pues, como bien dice Jorge Rodríguez Padrón, “…nos hace ser y estar en su mundo”. Un mundo en el que sus protagonistas deambulan sin rumbo fijo, en busca de sí mismos. Y así lo vemos ya desde las primeras página de Fetasa:
Ramón quiere desperezar su embotado cerebro. Buscar alguna cosa, encontrar un asidero
Aquella mañana se encontró, sin saber cómo, atravesando un paraje solitario, sin bullir de vida, ni siquiera del viento. Iba ascendiendo una larga pendiente, una montaña antigua y desgastada…Tenía la sensación de muchas horas de marcha… (Pag.8)
Existía una fuerza extraña que lo impele a caminar. Caminar incansablemente, sin meta fija. Algo fantástico se está atravesando en su metódica vida. No le molesta aquel cielo sin color, ni el páramo triste, ni el silencio completo. Todo queda amortiguado por una emoción entrañable, interna, que lo impulsa a seguir,,,(Pag. 9)
Difícil camino el de Isaac, cuya coherencia hasta el final, no dejaré nunca de admirar ni recordar.
Conocí a Luis Feria una tarde de 1981, en el Círculo de Bellas Artes. Si mal no recuerdo, me lo presentó el escritor Alberto Pizarro y ya, desde ese momento, me sorprendió su sentido del humor, cáustico a veces, y su habilidad para seducirte con la palabra.
Pero no fue esta mi única sorpresa. Cuando le confesé, no sin cierta vergüenza, que aún no había leído nada suyo, me dijo, con esa sonrisa entre tierna e irónica que lo caracterizaba, que al día siguiente pasara por su casa, que me iba a dejar un libro para que “lo fuera conociendo”. Además, añadió, “somos casi vecinos”.
Fui puntual y, tal como habíamos quedado, a las seis de la tarde toqué en la puerta de su casa.
“¿Te has fijado en lo guapo que soy?” me dijo señalando un retrato suyo que destacaba entre otros sobre una consola del salón.
Antes de que pudiera responderle me pidió que esperara un momento, que iba a su habitación a coger el libro y que no me invitaba a subir porque lo tenía todo desordenado, porque claro, su madre… Apareció entonces el Luis algo mordaz, el niño enfadado con una madre a la que, por otro lado, parecía adorar.
Esperé mirando toda aquella colección de fotos familiares. No fue siquiera un minuto. Allí estaba Luis con su libro Fábulas de octubre. “Consérvalo, me dijo, ya no quedan ejemplares.” Entonces abrió el libro y escribió: Para Cecilia, animándola a que escriba sus fábulas, con la dama de fácil seducción, el árbol de mil colores y otras muchas. Con un abrazo de Luis Feria.
Esa noche leí todo el libro de un tirón. Fue un primer encuentro con lo excepcional, y a pesar de lo rápida y poco reflexiva de esa lectura, me di cuenta de que Luis Feria se apartaba de todos los moldes poéticos del momento. Luis marchaba solo por un camino donde la sencillez se vuelve profundidad y la espontaneidad en máxima elaboración del poema.
En ese libro descubrí a Luis Feria, niño y adolescente, que desea atrapar ese tiempo, aun cuando se despide de él y fue a través de Fábulas de Octubre donde tuve conciencia de que su lejanía de las islas lo era sólo de espacio, porque allí estaba el drago de “La casa abuela”, o el verde de las tabaibas o el mar de “Agosto”. Poemas elaborados de tal modo que lo espontáneo se contiene para darnos toda la hondura y luminosidad que destila cada verso.
Una muestra es su soneto inicial que nos indica el camino a seguir.
FÁBULA Hubo un niño una vez que construía una inmensa provincia, y ciudadano de pecho pronto y de segura mano gobernaba la patria en que vivía. Su tierra fue de guerra y rebeldía, campo sin puertas y sendero llano. Vivir era su oficio, y casi humano iba creciendo el niño. No sabía. Fábula que aprendí, bien que me acuerdo, de la distancia llegas, te me borras como una duna más por el olvido. Vuelvo a veces a ti, pero me pierdo, me equivoco de señas y, aunque corras detrás del tiempo, el tiempo ya se ha ido.
De esa cuidadísima elaboración, de ese pulir el verso hasta encontrar la palabra exacta sería testigo directa unos años más tarde.
Y de este modo se inició una amistad que tuvo, hasta el final, sus altos y bajos, como todas las relaciones con el poeta. Pronto comprendí que no había que tener muy en cuenta sus cambiantes estados de ánimo. Luis era así y lo aceptaba o no tenía nada que hacer.
Creo que fue a principios de 1983. El caso es que un día apareció en mi casa con una carpeta llena de folios escritos a mano. Estaba escribiendo, según me contó, dos libros a la vez: Casa común y Cuchillo casi flor, y quería que yo se los mecanografiara porque, según él, en su habitación no podía tener ni una mesa y su madre no le dejaba ninguna, por lo que “tengo que escribir con la máquina sobre las rodillas”, me dijo.
Yo me sonreí y no le creí nada de lo que me estaba contando. Era uno de los tantos desencuentros con su madre en esa relación amor-odio que lo marcaría siempre.
Fue a partir de esa colaboración de mecanógrafa cuando me di cuenta del arduo y apasionante trabajo que para Luis Feria suponía escribir. Podía pasar horas, incluso días, elaborando un solo verso, quitando palabras por considerarlas superfluas, cambiando el orden de algunas para darle más contundencia o musicalidad al poema, desechando versos enteros.
Pasaba varios días buscando la palabra deseada, esa palabra exacta, la única posible que se resistía a aparecer, pero no desesperaba. Cuando escribía era cuando Luis parecía más seguro, más concentrado en ese mundo que, realmente, era el que lo salvaba del día a día, del encuentro con su realidad presente que siempre rechazó.
Y así pasaron tres meses, entre Casa común y Cuchillo casi flor, entre meriendas con dulces de Echeto y paseos por la Rambla para despejarse.
Esa fue una enseñanza fundamental para mí: el continuo trabajo, la continua autocrítica, la continua búsqueda.
Pero ¿quién era Luis Feria realmente? ¿Qué se escondía detrás de esa maledicencia con la que me hablaba de unos y otros, y con la que, sospecho, también lo hacía de mí? ¿Qué había tras aquellos cambios de humor, de esos “cruz y raya” con los que a veces te amenazaba y estaba meses sin dirigirte la palabra?
Recuerdo que por esas fechas- estábamos en 1984- era yo presidenta de la sección de literatura del Círculo de Bellas Artes y organicé un ciclo sobre poetas de los 50. Entre los invitados, Pilar Lojendio, Arturo Maccanti, Fernando Garcíarramos y, por supuesto, Luis Feria.
Hablé con Luis y me dijo que sí y no sólo eligió los poemas que pensaba leer sino que iba a ensayarlos a mi casa, ante una grabadora, para después oírse y corregir.
Ya había salido en la prensa el anuncio de su intervención cuando, un día antes de la fecha fijada para su lectura , recibo un telegrama, que aún conservo, en el que dice: DIABÓLICA CONSPIRACIÓN JUDEO MASÓNICA IMPIDE ACUDIR JOLGORIO BESOS PRECONCILIARES GRAN PAPISA CECILIA SALUDO A LOS CORIFEOS. LUIS FERIA. Fecha (12 de Enero de1984)
Ante esto, no tuve más remedio que llamar con urgencia a los periódicos para que publicaran una nota el mismo día del frustrado recital, diciendo que se suspendía el acto por incomparecencia del poeta.
Esto me valió un enfado mayúsculo por parte de Luis, que estuvo un tiempo sin hablarme porque, según él, “lo había dejado en mal lugar”.
No recuerdo cuándo volvió a retomar mi amistad. Pienso que sería cualquier tarde, mientras él paseaba por la Rambla y yo iba a buscar a mis hijas al colegio. Un saludo, un guiño de complicidad y de nuevo éramos amigos.
Todo esto me hizo comprender que era en la poesía donde Luis Feria sacaba lo mejor de sí mismo y lo demás eran subterfugios con los que esconder sus propios temores, sus deseos de distanciarse y refugiar su soledad en esa “casa común” que era la palabra.
Luis Feria había regresado a la isla para redescubrirla con la mirada del niño Porque, realmente, nunca renunció a ella, como contrapartida a la visión de adulto al que no le gustaba la realidad cotidiana, y de esa decidida yuxtaposición, de esa mágica dialéctica, nace el poeta. Así, entre jaranas, cuentos, chismes y caminatas, entre irónicas indiscreciones y conversaciones inacabables, entre enfados, rabietas y “hasta aquí hemos llegado”, Luis Feria disfrazaba su intenso amor por la poesía, en un magnífico intento de apropiarse del mundo sin renunciar siquiera al dolor que intenta disimular con una inteligente dosis de ironía.
Su profesión de fe por la poesía y la vida se refleja en el contundente poema que les leo:
A la lenta caída de la tarde amar la vida largamente es todo el oficio del hombre que respira. Alzar la mano y detener el cielo. Destino de la luz, nunca te acabes.
Otro poeta que se cruza en mi camino por esas fechas fue Arturo Maccanti, aunque de él ya conocía un libro De una fiesta oscura que publicó en la colección Paloma Atlántica de Poesía en Ediciones JB 1977. Estos poemas serían recogidos más tarde en Cantar en el ansia. Y, curiosamente, había titulado uno de sus poemas con el primer verso de Luis Feria: A la lenta caída dela tarde.
Su poesía me pareció llena de melancolía y tristeza. Sin embargo, cuando lo conocí personalmente, junto a ese aire de tristeza que lo acompañaba- él mismo se reconocía un “pesimista activo”-, había en él una gran calidez humana y cierta socarronería que sacaba a veces y que te hacía sonreír. Cierto es que era un hombre muy marcado por los acontecimientos de su vida, como la muerte de su hijo, que no superó y que tenía momentos de tristeza que se ven reflejados en su obra. Pero era un hombre vital, eso sí, con cambios de humor que lo llevaban a desaparecer por un tiempo o a rehuir cualquier compañía.
En esa época aún vivía en Tacoronte, y mis encuentros con él eran, la mayoría de las veces, en recitales, exposiciones y otros actos culturales que se celebraban en el Círculo de Bellas Artes en Santa Cruz y en el Ateneo de La Laguna, o también en casa de algunos amigos comunes. Por aquel entonces, yo era bastante tímida, y apenas hablaba. Me limitaba a oír y a contestar si me preguntaban, como una niña buena.
Fue a raíz del encuentro de poetas de la generación de los cincuenta, precisamente aquel en que Luis Feria me dio plantón, cuando nuestra amistad empezó a consolidarse.
Su poesía había conseguido atraparme y el oírlo recitar fue un verdadero descubrimiento. Él también pareció interesarse por lo que yo estaba escribiendo en esos momentos y ya, perdidos mis primeros reparos hablábamos mucho de poesía y también de la vida. Ambas, para él, estaban íntimamente unidas.
Así nuestra amistad se fue fortaleciendo y, de vez en cuando nos llamábamos por teléfono, dábamos paseos por La Laguna, su Guerea y nos intercambiábamos poemas que luego comentábamos
Desde al año 1983, en que se mudó a La Laguna, ya definitivamente, vida, ciudad y poesía fueron una sola cosa en la existencia de Arturo. Allí, en su Guerea, su paisaje se interioriza, sus preocupaciones por la vida, la muerte y el paso del tiempo, la memoria, el amor y el recuerdo del amor, la pérdida inevitable, conformaron un universo poético que a nadie dejaba indiferente.
Un día se le ocurrió regalarme, enmarcado y escrito a mano, con una flor seca en una esquina, su famoso soneto Amor o nada:
Os hablo de la luz de esta jornada; de una mano de amor sobre este hombro; del corto corazón ante el asombro de verse la tristeza derrotada. Os digo por la herida en que me nombro y por esta esperanza desvelada, que el hombre es solo amor antes que nada, antes de que regrese a ser escombro. Os digo que la vida es cordillera; cada uno la alcanza a su manera y es muy triste quedarse en la estacada. Es muy triste quedarse -como un río sin agua- sin amor, solo y vacío, porque el hombre es amor. Amor o nada.Yo le contesté con una décima y, a partir de ahí se nos ocurrió iniciar una correspondencia de décimas, de carácter amoroso, escritas a mano y enviadas por correo postal, en la que Arturo era El Doncel de Guerea y yo Cilce. No era una correspondencia frecuente, pero llegamos a tener una 80 décimas entre los dos. Incluso, una de ellas está escrita en italiano. A Arturo se le ocurrió que podríamos terminar con una décima escrita al alimón- un verso él y otro yo hasta completar los diez,-pero dicha décima no llegó a completarse.
Esa comunicación, aparte de fortalecer nuestros lazos de amistad, fue, al menos para mí, un ejercicio poético apasionante y que me descubrió una faceta que no conocía de Arturo, ni siquiera de mí misma, pues nunca me creí capaz de continuar con esa especie de reto que nos habíamos propuesto.
Pero pienso que el poema que más define a Arturo, tiene mucho que ver con su forma de enfrentarse al transcurrir de la existencia, a su enfrentamiento y aceptación de la vida y la muerte, que vendrá NI TARDE NI TEMPRANO.
No es mejor este día que el de ayer o los que hayan de venir… No es tarde ni temprano. No soy mejor que nadie ni peor que cualquiera. No vale más la dicha que el dolor, ni la tierra es más que el mar. Quien pierde gana, quien está solo está con todos y viceversa. De pronto, y con el ánimo igual, se acepta el mundo. Bellas pero mortales, han de morir las rosas. El pájaro que canta ha de morir. Mi propio corazón, ni tarde ni temprano, sino en su hora justa, ha de morir.
Ahora sé qué es ser hombre,
y yo te doy las gracias,
madurez de mi vida…
No sé si realmente fue así pero sí tengo la certeza de que el doncel de Guerea habita ahora un bosque sin dolor, Luis Feria habrá reencontrado al niño que siempre fue, Rafael estará brindando en el banquete de los ajustadores y acompañando a Isaac que seguirá recorriendo los barrancos de Ijuana, y Pedro habrá encontrado por fin sus naranjas en ese otro mar infinito.
Mi agradecimiento a todos ellos por haber sido y haber estado.