Cecilia Domínguez Luis
Cuando, no sin cierto atrevimiento, acepté a pronunciar esta conferencia, lo primero que hice fue coger el tranvía y venirme a La Laguna.
Necesitaba recorrer de nuevo sus calles, contemplar sus edificios, sus torres, sus iglesias. Andarla y desandarla. Descubrir todo lo que de vida tienen sus muros, sus plazas, sus esquinas. Construirla de nuevo, recuperándola de la memoria y hacer de ella un punto de partida para descubrir una nueva manera de mirarla y de sentirla.
Por eso he titulado esta conferencia: LA CIUDAD CONTEMPLADA.
Italo Calvino, en la nota preliminar a su imprescindible libro Las ciudades invisibles, afirma: «Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memoria, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de economía, pero estos trueques no los son solo de mercancías, sino también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos.»
Por eso, permítanme hoy un trueque entre ustedes y yo. Un intercambio en el que mis palabras irán desgranando vivencias, recuerdos y deseos propios, pero también de otras voces que me han ayudado a amar y conocer algo más esta ciudad de La Laguna.
Dice Carlos Fuentes que una ciudad se califica por el número de amigos que tenemos. Yo hablaría, más que de la cantidad, de la calidad de esas amistades, porque son ellas las que nos procuran la sensación de sentirnos como en casa.
El primer recuerdo que tengo dela Laguna se remonta a mi niñez. Un Viernes Santo de los años cincuenta y pocos- tendría yo unos cinco o seis años- mis padres me trajeron a contemplar el paso de la Procesión Magna. Era una tarde típica Lagunera en la que la estación primaveral parecía no haber llegado aún y al frío se unía una ligera llovizna. Guarecida en un portal, oía cada vez más cerca un sonido de cornetas y tambores que traspasaba la fina niebla. Apareció el primer estandarte; a ambos lados de las aceras, hombres con vestiduras moradas, portaban grandes redomas con cirios encendidos. Era el comienzo de lo que para mí fue como una pesadilla que, afortunadamente y gracias a lo desapacible de la tarde, no duró mucho.
Ahí estaba, mirando aterrorizada a unos seres encapuchados que me recordaban a los fantasmas de los cuentos de terror, por los que, a pesar de todo, sentía una especie de fascinación; pero esta vez, estaban demasiado cerca, eran demasiado reales. Levantar la vista tampoco me servía de alivio. Aquellas imágenes sufrientes no contribuían precisamente a tranquilizarme. Apreté la mano de mi madre. Ella me miró. Mi padre pareció adivinar mi miedo y, sin decir una palabra, me cogió de la mano y salimos de allí. Atravesamos una estrecha calle de adoquines que, tal vez- mis recuerdos son difusos- fuese el Callejón de Maquila, y nos dirigimos a un coche que nos esperaba. En ese momento, la llovizna había dado paso a una fina pero molesta lluvia, y el frío se hacía notar.
Sí, no fue un buen comienzo. Sin embargo hubo algo en aquella tarde que me llevó a soñar con calles empedradas, que acababan en torres de cristal cuyos relojes señalaban siempre el mediodía. El sol se reflejaba en todas las ventanas de la ciudad: ventanas de esquinera, ojivales, de guillotinas, o se colaba a través de las rejillas de las celosías que cerraban algunos balcones y tras de las que imaginaba unos ojos que espiaban el paso de alguien deseado o no. Aún me pregunto cómo pude guardar toda esa visión amable de la ciudad en mi memoria, dado aquel primer, fugaz y casi terrible encuentro. Tal vez fue esa mezcla de olores a velas e incienso, la humedad de sus calles y la oscuridad, -en ese momento protectora- de sus zaguanes, lo que en nuevas visitas me trasladaron a esa singular aventura.
El recuerdo del frío lagunero volvió, sin embargo, poco tiempo después, de manera festiva, cuando descubrí, en mi afán por leerlo todo, la Chulada burlesca a la perdurable intemperie de la ciudad de La Laguna del Ilustrado José de Viera y Clavijo, donde en la parte que se refiere al invierno escribe:
En los días de invierno ni el sol nos sale porque a todos da el frío con qué alumbrarse. Que aquí se nota que hasta el sol tiene frío pues se encapota.
Es curioso comprobar cómo Viera y Clavijo, que vivió trece años en La Laguna- desde 1757 a 1770- nos da una visión irónica de la ciudad y sus habitantes, un enfoque que, sin embargo, parece corregir en su Historia General de las Islas Canarias, escrita posteriormente, cuando ya no vivía en esta ciudad de la que dice: « es la capital de la isla y lo merece; plantada en una perfecta llanura, larga, ancha, las calles casi a cordel, bien cortadas y bien empedradas, alegres y espaciosas, con grandes plazuelas, torres, buenos edificios, aires frescos, aguas excelentes, salidas deliciosas, todo esto junto contribuye a hacerla un pueblo muy recomendable». Muy lejos está de esa afirmación de que La Laguna no tenía de bueno ni el Jueves santo, que asegura en su Chulada burlesca.
¿Es la distancia en tiempo y espacio lo que hace que cambie su perspectiva y la nuestra? ¿Es la memoria la que elige aquello que el deseo ha seleccionado?
Los cierto es que Viera y Clavijo, como luego lo harán otros, parece hablar ahora de la ciudad que desea mostrar al lector.
Está claro que, en todos nosotros pervive, como escondida, una parte de nuestra infancia, al margen del tiempo y de la historia, pero que sale afuera cuando buscamos esos primeros recuerdos y los actualizamos, añadiéndole, claro está, nuestro particular modo de comunicarlos, en los que tiene mucho que ver la ensoñación.
Por eso y llegados a este punto, me es necesario dar un salto definitivo de dos siglos, para situarme en aquel donde realmente empieza mi historia.
Mis primeras visitas a La Laguna, tanto para transitar por sus calles como para atravesarlas rumbo a Santa Cruz, no sé por qué siempre las relacionaba con el frío, la lluvia, la niebla, ese viento de Aguere, la ciudad que nace y muere a cada instante de la que habla Alberto Pizarro, mientras el viento frío arrumba las hojas/golpea las tejas,/tropieza su corazón/ contra los pórticos, y también con un cierto halo de misterio que me producía una sensación contradictoria entre la atracción y el rechazo.
Vuelvo a mi niñez, a uno de esos viajes, con mi familia, a Santa Cruz, en un coche que olía tan fuerte a gasoil, que nos obligaba a abrir las ventanillas para evitar el mareo.
«-Cierren un poco el cristal- aconsejaba el conductor – Nos estamos acercando a Los Rodeos ¿No ven la niebla? Van a tener frío.
Así era. Al pasar Tacoronte, el cielo que hasta ese momento tenía grandes trozos de azul, se estaba nublando cada vez más y una fina niebla se empezaba a deslizar por la carretera. El conductor encendió los faros del coche y aminoró la marcha.
Miramos hacia el monte. La niebla era allí más espesa y apenas podíamos distinguir los árboles. Un aire frío y húmedo empezó a colarse por la rendija que habíamos dejado abierta.
-¡Qué frío-exclamé.
-No se preocupen-volvió a decir el conductor- dentro de poco pasaremos La Laguna y ya verán cómo cambia todo.»
Es este uno de los momentos más claros en mi memoria y que recojo en mi novela Mientras maduran las naranjas.
Hoy, cuando leo algunos poemas de Mariano Vega, uno de los muchos escritores que eligió La Laguna para vivir, algo cambia en mi velado sol de la tarde. Y es que Mariano mira el paisaje, como una forma de mirarse a sí mismo: desde la serenidad y la armonía, y de esta manera describe el momento que, en un día de lluvia, capta su mirada:
Una caricia de cabellos dejó en la gran ciudad el paso de la lluvia se ha encendido la buhardilla del pintor en la alameda solitaria una gota cae de la hoja blandamente
La calidez de sus versos y la belleza plástica que le confieren a una tarde lluviosa me reconciliaron, al fin, con esa intemperie lagunera.
Vuelvo a la memoria. Llegan a mí imágenes de un hermoso patio claustral con sus columnas de cantería roja, una abundante vegetación que invitaba a descansar en sus muretes de piedra, y unas enormes escaleras, también de piedra que mis pasos nerviosos subían para entrar en una de las grandes aulas de piso de madera, donde aguardaban sesudos y serios señores con traje y corbata ( a pesar del calor) que iban a examinarnos de 1º de Bachillerato.
Sí, era el instituto Cabrera Pinto, antiguo convento de San Agustín, y yo ignoraba que aquel claustro que tanto me atrajo había sido lugar de enterramiento de monjes y personas ilustres que habían contribuido al mantenimiento del edificio y sus habitantes, lo que, dada su fresca y acogedora estampa, no me extrañó en absoluto.
Luego, entre examen y examen, una escapada a la dulcería La Princesa para comer un delicioso dulce de manzana, si nuestro escaso peculio lo permitía, y un baja y sube por la calle de La Carrera con una parada rápida para entrar a ver el patio del hotel Aguere, con sus mesas dispuestas para un aperitivo o una merienda a la que no estábamos invitadas. Sin embargo, en aquellos momentos nos sentíamos importantes, casi casi universitarias.
Se notaba el verano; El cielo era, esta vez, de un azul intenso y yo hubiera querido que fuera así siempre, como lo deseaba Carlos Pinto Grote y así lo expresa en un poema que pertenece a su libro Estío donde lo que le importa es el aquí y el ahora, ese instante humanizado siempre, en toda la obra del poeta, por la presencia del amor.
Escribe:
El clamor de la luz. La fuerza entera de la luz cayendo sobre el día. Blanco el aire detenido, en la mano brilla, en las hojas y en la sombra brilla. La quietud y el sonido distinto de las voces, los ruidos, las alas de las palomas en la tarde, lentísimas. ¡Dejadme en el estío!¡No toquéis este instante!
Un instante de una tarde lagunera de verano, íntima y acogedora, que el poeta pretende eternizar para ir descubriendo su belleza a través de la escritura. Algo que siempre deseó y, afortunadamente, tuvo.
Pero, para nuestras mentes adolescentes, La Laguna era entonces una promesa de futuro. Un lugar que aguardaba nuestras pisadas, aún titubeantes, subiendo las escaleras del hoy antiguo edificio universitario.
Una universidad idealizada que no hubiéramos reconocido en la descripción que de ella hace Luis Alemany en su novela Los puercos de Circe: «…edificio universitario gris de apariencia necropólica, aislado del resto de mundo civilizado por un espacio de varios cientos de metros a la redonda, con guarnición de cipreses que dan apariencia de mausoleo a la Facultad de Filosofía y Letras…»
Esa manera de ver a la que di la razón unos años más tarde, cuando subí las ansiadas escalinatas y, una vez dentro, sentí la humedad de sus paredes y el olor a ácido clorhídrico que se colaba por todas las galerías.
Es evidente que vivir o no en una determinada ciudad condiciona nuestra manera de verla y de sentirla, y yo que, como Luis Alemany, tampoco vivía en La Laguna, tuve, en un principio, una opinión muy parecida a la suya: La veía como una ciudad casi ajena, por la que deambulaban sus habitantes, extraños también, hasta que un día fui consciente de que yo, una paseante más de sus calles, era también parte de ella. Y así fue cambiando mi manera de mirarla, y las casas, los callejones, las calles y sus plazas fueron contándome, poco a poco, su devenir.
Claro que, en aquella época de juventud y preguntas, me bastaba una ciudad construida a la medida de mis deseos y ni siquiera hoy podría asegurar cuál de ellas, la de antes o la de ahora, es la más real.
El ser persona de paso, desde luego condiciona la mirada; y la mía fue pasando de la indiferencia al asombro, a la complacencia a veces por esa serie de descubrimientos ocurridos por el azar o fabricados de acuerdo con mis querencias.
Poco que ver con la del poeta Fernando Garcíarramos que en su libro El tiempo habitable ve su calle como «una tarde monótona/ y antigua…» Esa calle, la del recuerdo, que aparece con la nostalgia de un tiempo querido pero pretérito. Y así dice:
Mi calle era antes de tierra y piedras lentas y tenía jardines y rosales que han muerto y tenía sueños, caracoles y hierbas. Cuando llego a mi calle no sé si es mi calle este asfalto sin flores, gris y silencioso.
La memoria del poeta hace que su mirada se vuelva hacia adentro y no hacia el paisaje nuevo que contempla. Y eso lo lleva a una proyección de sí mismo en esa calle, en esa ciudad que permanece en su recuerdo como un paraíso perdido. Es otra la ciudad que el poeta ha conocido y que yo apenas vislumbro, pero que me acerca a otras realidades que tienen que ver con el paso del tiempo.
La Laguna que yo me construía entonces, aparte de su entorno urbano, era también un desfile de gente de todo tipo: estudiantes, profesores, gentes de pueblos cercanos que venían de compras, niños contemplando los patos del estanque de la Catedral, turistas, ancianos sentados en bancos de piedra o de cemento, aprovechando los pequeños ratos de sol, curas, obispos, monjas, apenas entrevistas. Y todo ello formaba parte de esa esencia de la ciudad a la que el escritor Rafael Arozarena – que tampoco la habitó-se dirige, en su poema Contemplación de la ciudad de los obispos, con un tú en el que vuelca su particular mirada.
Y dice:
Tiene que ser así para contemplarte que el sol funda los punteros del reloj de los agustinos y se marque el tiempo con la inversión de los cipreses y el viento pierda su turbillón en el halda de las monjas antes, poco antes que la coruja encienda sus ojos en la torre mayor…
Para terminar con:
[…mármol persistente de una lágrima de Cristo que fue laguna. Ha de ser así para contemplarte siempre mientras no soñamos y arrodillados habites nuestra vigilia.Una Laguna que, como la isla que contempla Rafael, guarda en sus calles, en sus casas y en cada uno de sus rincones, todo lo que fue, su historia, sus verdades y mentiras, sus secretos, sus glorias y sus miserias y que el poeta nos la presenta para que la descubramos con ojos nuevos, como esa nueva realidad que él ha creado con su palabra, siempre dispuesta a señalarnos todo lo que la vida tiene de atrayente misterio.
Ese verso en el que aparece una lágrima de Cristo que fue laguna, me vuelve a conducir, sin remedio, a varios años atrás.
De niña, mi familia me había llevado a visitar al Cristo de La Laguna en su santuario. Lo primero que llamó mi atención fue aquel letrero semicircular que rodeaba la puerta de entrada al antiguo convento franciscano y que ponía “Todo por la patria”. Eso y la presencia de dos soldados haciendo guardia, hicieron inevitable mi pregunta.
Mi padre me explicó que desde el siglo XIX, después de que se fueron los monjes, el ejército solicitó el convento para que fuese cuartel del Regimiento de Milicias Provinciales. Nada más lejos de la historia que mi imaginación había forjado y que había hecho de aquellos militares unos guardianes heroicos del famoso Cristo.
Entramos en el largo y estrecho santuario, alumbrado solo por una lámpara de araña con luminarias que imitaban velas, y que era la más cercana al altar, lo que hacía que se destacara aún más el retablo de plata repujada con una hornacina central que daba cabida a la cruz donde un Cristo, aún oscuro, perpetuaba su instante de agonía. El olor a incienso, mezclado con el de las velas de los exvotos que ardían en una estancia aledaña y la visión de aquel Cristo agonizante que, en mi niñez, en aquella Semana Santa, me produjo un sentimiento que nada tenía que ver con la piedad sino con el miedo, mezclados ahora con la extraña belleza de la talla, me reconciliaron con el lugar y el tiempo.
Pero hablar del Cristo de La Laguna es también hablar de sus fiestas.
He de confesar que mi miedo a los fuegos artificiales, me retrajo durante años de asistir a ellas, pero un día decidí hacerle frente, y con un grupo de amigos me vine a La Laguna.
Esa tarde la ciudad tenía el tono especial de los ocasos de septiembre. El sol, en su deseo de prolongar un verano que ya se iba despidiendo, brindaba sus reflejos naranjas a todas las ventanas, a las paredes blancas del Convento de las Claras, a los rostros expectantes de los que acudíamos a la Plaza que, desde muy temprano, bullía de gente, y nos apabullaba con las diferentes músicas que salían a todo volumen por los altavoces de tómbolas, tiovivos y demás elementos de la feria, con el olor a adobo de los ventorrillos y las voces de vendedores ambulantes que pregonaban su mercancía de helados de cucurucho, o manises y almendras garrapiñadas.
De pronto, el sonido de la banda de cornetas y tambores nos puso sobre aviso. El Cristo se acercaba por la calle de Viana y estaba próximo a desembocar en la plaza. La pólvora de los fuegos de la montaña de San Roque empezó a brindarnos sus ruidosos, coloridos .y brillantes pétalos, sus impresionantes cascadas, sus vuelos hacia un cielo cada vez más nocturno. Las ruedas de fuego parecían competir unas con otras en velocidad y colores, antes de su detonación final.
Era solo el comienzo. Yo empezaba a alarmarme. La figura de Cristo estaba ya en el centro de la Plaza; se silenciaron las músicas y la fanfarria de la feria y entonces ocurrió. Una grandísima y, para mí, inesperada traca- mis amigos se habían cuidado de avisarme- se encendió alrededor del recinto y, no me pregunten de qué manera, pero de pronto me vi dentro de una de las tómbolas de los feriantes. Cómo salté por encima del mostrador es todavía un misterio, pero allí estaba, y el pobre señor de la tómbola me miraba preguntándose qué hacía yo allí dentro. Claro que, al ver mi cara de susto, me dejó permanecer en su caseta hasta que pasó todo.
Para qué contarles la hilarante reacción de mis amigos.
Mi atávico miedo-porque no le doy otra explicación a ese sentimiento de terror que me sacude cada vez que oigo un volador- aún continúa, así que prefiero contemplar al Cristo en su santuario, a salvo de jolgorios y, sobre todo, de fuegos artificiales.
Por eso y siguiendo a Rafael Arozarena, al contemplar al Cristo mientras cae la noche en la ciudad de Aguere, pienso y repito que «esa noche no me importa/ que la fiesta se celebre en otra parte.»
Aguere…Guerea.
Mis pasos se van haciendo más lentos para recorrer la ciudad. Me detengo en sus casas, me cuelo en sus zaguanes, en sus patios, al llegar a la Catedral, entro en una de las casas de enfrente, y subo las escaleras que me llevan a un lugar donde la amistad, el amor por la cultura, por el arte, por la poesía se refugian como en un privilegiado reducto.
El Ateneo me ha abierto sus puertas y yo no he podido por menos que entrar. Desde una de sus ventanas del primer piso contemplo la Catedral, su estanque, la casa Ossuna, la calle en semi penumbra, la farmacia aún abierta, de la esquina.
Un hombre pasa. Es dueño de su sombra y del suelo que pisa solo ese instante. No se detiene en lugar alguno. Solo pasa, sin esperar a nadie, con la certeza de estar a solas con los astros. Nace de él un compás de dardos deseosos, o eso imagino. Al fin y al cabo solo sé de sus pasos que se pierden como el primer aliento de la noche.
Pero este pasajero es alguien que lleva consigo todo el amor a una ciudad que lo acogió sin preguntas y que él ha hecho suya.
Arturo Maccanti pasea por su Guerea y todo cambia. Con su palabra la ciudad recobra su sentir humano, su deseo de ser algo más, de perdurar en un tiempo cuya razón de ser es, sin embargo, la mudanza. Y así, con sus poemas, La Laguna va entrando en nosotros.
Elegir un lugar para vivir tiene, inevitablemente, unas consecuencias, buscadas o no. El poeta ha cambiado la luminosa costa de Tacoronte por la neblinosa e inquietante ciudad de Guerea, con sus nocturnas calles solitarias tan propicias para los recuerdos, para la reflexión, para los sueños, y tal parece que, por fin, ha encontrado su sitio.
Así, gracias a este viajero insomne, Guerea se convierte en un lugar que está más allá del tiempo, del frío y de la lluvia; en una ciudad mística y mítica por la que el poeta deambula y escribe.
La Laguna le brinda sus espacios, sus gestos, sus lejanías y Maccanti los recoge, los transfigura, los convierte en un instante detenido, perpetuo. Y se dice:
Único huésped yo del instante, nadador del silencio, me aproximo consciente al principio de un día, a la orilla de otro océano tortuoso del tiempo.
Es entonces, al leer ese Escrito en Guerea, cuando yo descubro una nueva ciudad.
A veces, sin saber cómo ni por qué, llego a una parada de tranvía. En ese momento se acerca uno. Lo cojo. Al pasar por la antigua Universidad regresan los recuerdos. En mi memoria los cipreses recortándose en un cielo inusualmente azul, los pasillos en semi penumbra de la Facultad de Filosofía y Letras, la conciencia de estar viviendo momentos difíciles, de amordazados silencios, de lecturas clandestinas, de asambleas improvisadas, de lucha.
Todo se aleja al ritmo del tranvía. El relente de la avenida de La Trinidad me invita a aligerar el paso y a adentrarme en la ciudad de siempre, la que pretende detener el tiempo, aun sabiendo de su continuo e inevitable transcurrir.
La ciudad permanece, mientras somos nosotros, pasajeros del tiempo, los que recorremos sus calles, sintiendo, a cada paso, el deseo de ser frente a la noche inmensa.
Y vuelvo a los versos del poeta, definitivamente inmerso ya en su destino, que afirmaba: Pudiera yo vivirte de nuevo,… ahora que mi tirreme, tras el arduo periplo de existir, vuelve, lento y dorado, a los puertos de Ítaca.
Llega el ocaso.
La Laguna va volviéndose más íntima. Las luces van tejiendo una ciudad que se llena de voces que apenas se resignan a la noche. Pero el misterio asciende. Trepa por los blancos espacios de las casas dormidas, por los balcones, entra en la oscura tibieza de unos ojos que contemplan, insomnes, el discurrir constante de las horas.
Y de pronto me doy cuenta de que yo soy también esa sombra que pasa, que sueña, que imagina y que escribe al abrigo de un tiempo que, como esta ciudad, se hace historia e instante.