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El Cuervo

Hoy, ya muy cerca del Día del Libro, me permito «colgar» un cuento que tal vez algunos consideren irreverente. Pero bueno, así es, a veces, quien escribe.¡Qué le vamos a hacer!

EL CUERVO

Cuando el patriarca abrió el tragaluz y un rayo de sol inundó la primera cubierta, la inmundicia acumulada durante aquellos cuarenta días de oscuridad y de lluvia golpeó los ánimos de todos.

Hasta ese momento se habían acostumbrado al hedor. Lo habían aceptado como una prueba más o como parte del precio que habían de pagar para llegar a la nueva tierra prometida.

Aquella, la que dejaron atrás, era la suya. Allí engendraron a sus hijos, con la ilusoria creencia de que podrían vencer a los gigantes venidos de lejos, a los que un día recibieron como libertadores y que, ahora, los sometían.

Fue un largo periodo de deshonra y miseria, hasta que aquel a quien llamaron el patriarca, los animó a la marcha.

Les habló de un castigo implacable de los dioses hacia los tiranos, de la libertad y la riqueza para todos aquellos que se adhirieran a su causa y así, clandestinamente, empezaron la construcción de la gran barcaza.

Alguien preguntó si aquellos animales que capturaban iban a servirles de alimento, y a punto estuvo de ser expulsado del grupo. “¿Has olvidado, acaso, nuestras leyes?”. El patriarca lo miró con severidad y le hizo saber que aquellas bestias eran intocables y serían parte de su riqueza. Nadie más se atrevió a preguntar.

Cuando llegó el momento, esperaron al anochecer y, amparándose en la oscuridad, fueron saliendo de la aldea, uno a uno: deslizándose los más temerosos, agachados otros, llevando en sus espaldas lo que consideraban más valioso: algún hijo, un amuleto, los inútiles recuerdos de familia…

Se acostumbraron a no hablar o a hacerlo en un susurro. Por eso, cuando la barcaza puso rumbo a alta mar, incluso los animales guardaron silencio.

Fue entonces cuando empezó a llover y el patriarca les ordenó que entrasen en la primera cubierta y cerraran bien puertas y ventanas.

Se acomodaron como pudieron y encendieron las bujías. Por primera vez y a pesar de la lluvia estaban animados y hablaban sin parar. Incluso se permitieron bromas y algunas canciones.

El patriarca los observaba, sentado sobre un barril de agua. Ahora no está seguro de nada. Se sabe navegando en un mar indiferente a sus temores, con una lluvia despiadada que no cesa y junto a aquellos a quienes arrastró consigo, a impulso, quizá, de una fantasía.

Rechaza sus pensamientos y se distrae imaginando montañas pobladas de árboles protectores, bosques umbríos ansiosos de sol, los indescifrables sonidos del viento entre las hojas… Tiene que aferrarse a ese sueño. Además, estaba la paga prometida para él y los suyos. Sonríe.

Las bujías se apagan definitivamente y, poco a poco, las voces también. Ni siquiera tienen el valor de rebelarse.

El patriarca se encerró en su cubículo y desde allí transmitía órdenes inútiles. Al cabo de un tiempo se calló. Se sabía fuera del alcance de aquellos desdichados; era el más fuerte y ellos estaban demasiado hundidos para intentar una motín.

Ahora, durante las largas noches que apenas se distinguían de los días, dormían con el zumbido de los reptiles encerrados en la tercera cubierta. De vez en cuando, el silencio se rompía con el grito de alguien que despertaba aterrorizado ante el cascabeleo de los crótalos. En esos instantes, los cuerpos se buscaban en la oscuridad. Enloquecidos, no preguntaban sus nombres ni intentaban reconocerse. Importaba sólo ese encuentro, la consumación de uno en el otro con la intensidad y la violencia de quien vive el último instante.

Los animales de la segunda cubierta olían el terror, y el ruido de sus cópulas apagaba los jadeos y el grito final.

Por eso, cuando por fin cesó la lluvia y el patriarca abrió el tragaluz, no se atrevieron a mirarse a la cara. Contemplaron sus harapos y la suciedad de alrededor. El patriarca también estaba harapiento y sombrío. No toleraría una sola acusación. Él no controlaba los elementos. Además ahora, con el cese de la lluvia, todo volvería a la normalidad y pronto estarían en tierra. Se los prometió. Era necesario infundirles alguna esperanza.

Y entonces me soltó y me ordenó que no regresara hasta que no encontrara tierra firme. En ese momento, al borde del tragaluz, me pregunté si podría volar, si me obedecerían las alas después de tanto tiempo de encierro y dudé.

El patriarca avanzó hacia mí amenazante, esgrimiendo un hacha, y me di cuenta de que lo odiaba.

Antes de que cumpliera su amenaza, alcé el vuelo.

El cielo estaba sin nubes y parecía no tener límites; el sol traspasaba el aire con fuerza y el mar apenas se movía, como si las olas no quisiesen llegar a ninguna orilla.

Vuelo cada vez más alto. Aprovecho el viento que me ayuda a ascender. Siento el frío de la altura y aparece el cansancio. Desciendo. Unas nubes imprevistas se acercan despacio. Las atravieso. Allá abajo, a mi izquierda, aparecen unas montañas. Sigo descendiendo hasta oír el estruendo sordo de las olas al chocar contra los acantilados…

Mi cuerpo ha recobrado el brillo azabache de entonces. No regresé. Me negué a reincorporarme a aquel infierno. Permanezco aquí, entre estos inaccesibles barrancos desde cuyas cimas puedo abarcar todo un horizonte de libertad.

De ellos sólo conservo el grito de sus noches de pesadilla que, algún día, lograré borrar de mi memoria.

FIN