Hace tiempo que había olvidado este lugar. Circunstancias diversas me apartaron momentáneamente de él. Ahora vuelvo, esperando ser más asidua, y lo hago con un pequeño texto, escrito hace unos meses.
Hace unos días salí de mi piso, cerré la puerta y en ese mismo instante me di cuenta de que había dejado las llaves dentro. Afortunadamente tenía el móvil y llamé a una de mis hijas para que me trajera las suyas. Mientras llegaba, sentada en las escaleras, me dio por escribir esta, digamos reflexión o lo que sea.
OFICIO DE PERDERSE
Hay quien, como yo, tiene tendencia a perderse y otros que, a pesar de la brújula y las mejores intenciones, no consiguen encontrar el camino.
Puede que sea mala voluntad por nuestra parte porque, en el fondo, perderse es una de las pocas cosas que nos hace sentir que existimos más allá de lo prescrito.
Y todo esto porque me he dejado las llaves y no hay manera: ni sésamo ábrete ni tarjeta de plástico sirven de nada ante esta contumaz cerradura.
Vendrán a rescatarme desde un norte con mar y yo prometeré ser más cuidadosa mientras cruzo los dedos, no sea que me caiga algún rayo.
Esta escalera no sube al cielo, como dicen lo hacía al de Jacob, pero la ventana de cristal esmerilado augura, al menos, una claridad prolongable. Basta, me dice, con pulsar el botón de la pared.
Y yo, a todas estas, recordando mis cotidianos deseos de amaneceres propicios para nuevas tentativas de perderme.
Lástima que no me quede un solo palo de ciego para regalar; ni siquiera una venda en los ojos-ya hace tiempo que se han caído todas, algunas inútilmente- Pero todo se andará.
Por lo pronto esta escalera se ha posesionado de mí, o yo de ella-no hay que ponerse a discutir ahora- aunque es cierto que sus escalones no parecen conmoverse con mi peso y mi espera.
Nada que objetar. Ella tiene su oficio y yo el mío que, como saben, no es otro que perderme.