Literatura

Y en eso, llegó Ariadna

Cuando las sietes doncellas y los siete jóvenes atenienses, destinados a servir de pitanza al Minotauro, desembarcaron en la luminosa isla de Creta, Ariadna, junto a su padre, el rey Minos, salió a recibirlos.

Sí, la verdad no veo qué necesidad tenía la bella hija del rey de conocer aquellas futuras víctimas. Se me ocurren dos explicaciones: o era cosa del protocolo cretense, o la muchacha tenía una curiosidad un tanto morbosa.

Claro que, esta vez, todo iba a ser distinto, porque Ariadna, no bien lo descubrió entre el grupo, no pudo apartar la vista de un muchacho que a ella le pareció el más hermoso, fuerte y apuesto de cuantos había conocidos. Además, él también la miraba con unos ojos mediterráneos, llenos de pasión. Toda esta cursilada para decir que fue un amor a primera vista.

Su admiración por el joven Teseo- ese era su nombre- aumentó más si cabe cuando el seductor muchacho le confesó entre arrumacos, -en un lugar discreto, claro- que él a lo que había venido era a matar al famoso monstruo y, al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, le prometió que, si lo ayudaba a no perderse en el no menos famoso laberinto, la llevaría con él y la haría su esposa.

El caso es que Ariadna, totalmente prendada de aquel guapo y joven ateniense, algo fantasma- todo hay que decirlo-, se ofreció encantada. Tal era su enamoramiento que hasta se olvidó por completo de que Minotauro era su medio hermano. Pero, el amor es así, ¿o no?

Aquel amanecer, mientras todos dormían, dos sombras furtivas salieron del palacio. Eran Ariadna y Teseo que, cogidos de la mano, como “los niños del Pireo”*, se dirigieron con rapidez al Laberinto.

Ariadna, previsora ella, llevaba, aparte de su ovillo, un atado con ropa y otros enseres para el viaje, y una bolsa de monedas de oro, porque estaba claro que no iban a regresar a palacio.

Teseo, con “vergüenza torera”, más chulito que nadie, desenvainó su espada y se dispuso a entrar en el Laberinto, llevando alrededor de su cintura el hilo cuyo ovillo sostenían las suaves manos de Ariadna.

La soledad, todos lo sabemos, no invita a pensar, y la hermosa princesa, a falta de otra cosa mejor que hacer, empezó a reflexionar sobre la aventura que había emprendido.

Hay que reconocer que tan obnubilada no estaba porque, de pronto recordó que aquel monstruoso ser que Teseo se disponía a matar era hijo de su madre y, además, no estaba armado.

Intentó convencerse de que, de todas formas, por muy hermano suyo que fuera, Minotauro se zampaba, sin remordimiento alguno, a catorce jóvenes, cada cierto tiempo, y eso tampoco estaba nada bien, pero algo le decía que el asunto no era tan sencillo.

Mientras le daba vueltas a su rubicunda cabecita, se dio cuenta de que, por encima de ella volaban unos cuervos. «Estos me quieren decir algo», pensó con desparpajo.

Hay que aclarar que Ariadna, entre otras virtudes, tenía la de saber interpretar el vuelo de los pájaros, y estaba claro que aquellas querían decirle algo, así que levantó sus hermosos ojos.

Vuelo a la izquierda, giro, vuelo rasante a la derecha, caída en picado, barrido de ala izquierda entre dos árboles, círculos sobre una roca…

Según iba descifrando el mensaje de las agoreras aves, la joven princesa se iba poniendo más y más tensa.

«¡O sea, que el Teseo este es un ligón de pacotilla que encima tiene pensado abandonarme y quedarse con mi tesoro!¡Pues va a ser que no!»

Ariadna, astutamente, esperó un tiempo. Quería cerciorarse de que Teseo llegaba junto a Minotauro. Un mugido seguido de un grito de combate fue la señal. Entonces buscó entre sus cosas y sacó un cortaúñas con el que dio un corte limpio y sencillo al hilo. Luego corrió hacia el puerto y compró un billete para un crucero por el Mediterráneo.

Mientras aprovechaba una reunión de la tripulación con los pasajeros, en cubierta, para fundar lo que sería la primera Sociedad Protectora de Animales, le pareció oír, cada vez más lejanos , los gritos y las maldiciones de…¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Teseo.

FIN

 

*Los niños del Pireo es una canción que el músico griego Manos Jatzidakis compuso para la película Nunca en domingo, de Jules Dassin, y que fue Óscar a la mejor canción original(1960)La pueden encontrar en Youtube cantada por su primera intérprete, Melina Merkuri, www.youtube.com/watch?v=bj-01RE7Om0 por Dalida y hasta por José Vélez.

Creo otro vínculo por si quieren la versión en español de Los niños del Pireo, interpretada por Dalida www. youtube.com/watch?v=KZiYyq9qXhk