Literatura

CARTA DE ALDONZA LORENZO A ALONSO QUIJANO

 

Alonso:

Cuatro siglos no es demasiado tiempo. No para mí. Sin embargo, desde el lugar donde me encuentro, la llanura que se tiende a mis pies es azul y cambiante, sin molinos de viento; solo naves que alertan con sus sirenas de su marcha o su llegada. Y todo se confunde en el horizonte de eso que llaman mar.

No sé cómo he llegado hasta aquí. Pienso que algún caballero me encontró entre las hojas de tu libro y cruzó el océano llevándome consigo.

Con el tiempo, algunos se han atrevido a decirme que me he vuelto loca de tanto leer tu historia, esa que comenzó cuando te cambiaste de nombre y pasaste a ser don Quijote y en la que hiciste de mí algo que no era ni quería ser: una Dulcinea intangible, irreal e infeliz. ¿O es que acaso la mudez de mis días, el no ser sino en las márgenes del sueño, trae consigo la dicha?

Alguna vez me amaste, o eso al menos se cuenta al principio de tus desventuras- porque no de otra forma he de llamarlas-, aunque debo confesarte que no es cierto que, como de mí se afirma, jamás lo supe. Yo, la hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, me enteré de tu empeño, pero se interponía mi condición de labradora y analfabeta, y bien que lamenté tamaña suerte, pero de tal manera estaba hecho el mundo por aquellos tiempos y, como diría tu escudero Sancho, “cada oveja con su pareja”, así que jamás osé dirigirme a ti.

Tal vez te asombre recibir esta carta escrita con mi puño y letra, pero es que cuatrocientos años son suficientes para aprender, aunque sea someramente, el bello y difícil arte de la escritura.

Me pregunto aún por qué no seguiste en tu empeño, por qué abandonaste la empresa de conquistarme y me reinventaste como a un ser que, por demasiado alto, apenas podría servirte más que en tus fantasías.

Fue una huida, ahora lo sé. Una huida a ninguna parte, en la que yo dejaba de ser de carne y hueso, de tener voluntad, de reírme de tus cuitas o cuidar tus heridas.

¿De qué te valió encomendarte a Dulcinea, “señora deste cautivo corazón”, el tuyo, si no podía oírte, si estabas tan lejano como este horizonte azul que ahora contemplo? ¿A qué voluntad pensabas que te rendías? Desde luego, no a la de quien te escribe, que seguía empeñada en ser algo más que una simple labriega para poder decirte que era yo, Aldonza, quien quería llevar las riendas de su vida, una mujer hecha de trigo y fruta, de sol en la llanura, para endulzar las horas.

Pero tú, hidalgo de La Mancha no lo sabías o acaso te dio miedo saberlo, y me inventaste diosa para huir de mi carne.

Sí, eran otros tiempos, y los molinos que te derribaron no fue suficiente advertencia, es más, creo que espolearon tu afán por desfacer entuertos y seguir fabricando recuerdos de mí, dama de tus cuitas, para llenar tus insomnios.

He leído una y cien veces la descripción que de mí hiciste al caminante Vivalvo y sus compañeros, y no sé si por lo irreconocible, me la creí.

Cabellos de oro, corales, rosas, marfil y alabastro, para mi boca, mejillas, manos y cuello fueron desvaneciendo a la Aldonza de piel tostada, cabellos oscuros y manos fuertes, esa que alguna vez supo capturar los sentidos y abrir las ansias de Alonso Quijano. La Aldonza de la que Sancho, más por oídas que por otra cosa, afirmaba ser de las que tiraba tan bien de una barra como el más forzudo zagal y la que, para sus aldeanos y asilvestrados gustos, era yo moza exquisita y apetecible.

Pero en esa ocasión estabas tú ahí, para defenderme, con una lucidez que terminó por descolocarme. A ti te bastaba pensar que Aldonza Lorenzo (esta vez dijiste mi nombre) era hermosa y honesta. Y, a partir de ahí, volvió Dulcinea a ocupar tu enfebrecida mente, y cogiste la pluma y me escribiste, aun sabiendo que yo no podría leer tus absurdas quejas de Caballero de la Triste Figura.

Sin embargo y, a pesar de las mentiras y astucias de Sancho para hacerte regresar, como si con ello acudieras a mi supuesta llamada, tú te inventabas una y mil razones para no hacerlo. Claro que, en ese tiempo, yo ya no te esperaba, o al menos no recuerdo la angustia que va unidad a una inútil espera.

Después de una serie de desventuras de las que fuiste arte y parte, decidiste que tu maltrecho cuerpo requería reposo y pusiste rumbo a la aldea. Yo lo supe- no me preguntes cómo- pero ni siquiera me acerqué a tu casa. Sabía que tu sobrina y el ama eran fieles guardianas de tu locura y yo, realmente, no tenía argumentos.

El Bachiller, hombre de letras, te habló de los amores platónicos que requerían sacrificios y continencias, como el tuyo. Y tú te reafirmaste más en lo que decías sentir por Dulcinea. Yo no sé aún qué es eso ni quiero saber nada de ideales vanos. En eso me parezco un poco a tu escudero. Me gusta sentirme cerca de la persona que amo, acariciarla y sentir sus manos en mi cuerpo. Pero la idea de ese amor elevado a lo imposible persistía en ti y reavivó tu deseo de búsqueda.

Dicen que segundas partes nunca fueron buenas- ya sé que me echarás en cara, como hacías con Sancho, mi recurrencia al refranero-, pero era inevitable que, como el caballero andante que te considerabas, cumplieses tus promesas, y no podías olvidar la que le habías hecho a Sancho de convertirlo en gobernador, ni tu propósito de encontrarme en mi ciudad del Toboso.

Y hacia allí marchaste con tu escudero, y la noche hizo que topases con la iglesia, acontecimiento al que, aunque te parezca baladí, aun en este siglo se le sigue sacando provecho.

Pero nada pudo librarte de caer de nuevo en el engaño, y las tornas se volvieron, y tu Dulcinea volviose aldeana por un falso encantamiento que tuviste a bien creer. Pero para qué seguir contándote lo que tú ya sabes de sobra.

Todo sucedió como era de esperar. Tu loca defensa a mi hermosura y bondades no te depararon más que sinsabores, y mientras yo seguía olvidad en mi aldea del Toboso, tú descendías a la oscura cueva de Montesinos, donde tus visiones de mí se hicieron tan reales que me reconociste en la aldeana y quisiste seguirme, o eso dijiste, al menos.

Pero no era yo, era esa quimérica doncella, princesa y nada de tus desvaríos.

Tal vez yo también fui víctima de un hechizo, porque ¿cómo explicar mi silencio, ese no ser más que en la boca de unos y en el pensamiento de otros?

No tuve ocasión de hablar ni de formar parte activa de tu historia, igual que la sin par Dulcinea a la que adorabas. Invisible, inmóvil y vacía.

Puede que tú no tuvieses la culpa. Acaso fue necesario que yo sólo fuera un instrumento, un soporte de carne y hueso en el que fundar tu fantasía, y por eso estuvo bien mi ausencia.

Ignoro cuál fue tu postrer pensamiento, pero quiero pensar que, en ese repaso a tu vida, yo ocupe alguno de tus instantes, sonriéndote en medio de la llanura.

Porque yo fui real y lo sabes, aunque sólo te haya servido de excusa. Y ahora quiero que sepas que te espero aquí, en esta ínsula que no es la de Barataria, contemplando la llanura azul por la que, acaso, vengas a buscarme algún día.

Queda a la espera tu

Aldonza.