Siempre me ha atraído el humor (incluso el negro) y la ironía. No sé si cómo vía de escape o, simplemente, como una manera más de expresar lo que pienso de este curioso mundo en el que vivimos.
Como se acercan fechas un tanto «siniestras», sobre todo para los americanos, porque, del Halloween aquí sólo lo sabíamos por alguna películas y ahora, miren por dónde, lo tenemos «hasta en la sopa». La verdad es que no hacemos sino copiar, con gran regocijo de algunos comerciantes, lo que no me parece mal, dado la situación peliaguda por la que pasamos todos (menos los que ya sabemos- ¡hay que hacerse político o banquero-), pero vamos, que no me veo yo en eso de «truco o trato» y demás zarandajas.
Ya bastante tenemos con sufrir la representación del «Don Juan Tenorio» de Zorrilla, que para mi gusto, ya sa pueden ahorrar. A ver si tenemos suerte y con esto de la crisis, nos ponen algo así como «Los lunes (martes, miércoles, jueves, viernes e incluso sábados) al sol»
Esto poco tiene que ver con la literatura- o tal vez sí-. POr eso, y hablando de truculencias varias, les envío un relato que escribí hace algunos meses.
espero que les guste.
Un saludo
DOBLE O NADA
Guadalupe remató a su marido con un certero tiro en la nuca. Cuando la arrestaron alegó que lo hizo para que no sufriera, pero ninguno de los vecinos allí presentes tenían conocimiento de enfermedad alguna en Rosendo y mucho menos, de una gravedad tal que llevase a Guadalupe a tomar tan drástica decisión.
Lupe- así era conocida por sus amigos y vecinos- no tenía parientes, aparte de un primo lejano embarcado, no se sabía adónde y, hasta ese momento, había sido una mujer de conducta intachable, servicial y siempre pendiente de su marido, un hombre al que no se le conocía vicio alguno, trabajador, amante de su mujer y, según afirmaban, lleno de salud. Después de muchas idas y venidas, de mucho hablar con psicólogos forenses y expertos en tales casos, el tribunal estimó que Guadalupe se había vuelto loca. Y es que desde el primer interrogatorio y durante el juicio, aseguraba no recordar nada de lo sucedido, ni siquiera que había estado casada nada menos que durante veinte años. Además, Guadalupe se empeñaba en que llamaran a su madre, fallecida hacía más de diez años y empezó a hacer muecas y gestos que nada tenía que ver con la normalidad.
El juez, al parecer con buen criterio y un gran sentido de la justicia, ordenó su ingreso en un psiquiátrico. Y todo hubiera quedado ahí y, poco a poco, hubiese ido cayendo en el olvido, si no fuera por lo que sucedió después.
Nadie se explica cómo pero, en poco tiempo, los médicos que atendían a Lupe empezaron a notar cómo su paciente volvía a la cordura. Hasta llegó a ayudar a los pacientes más difíciles, y su dulzura fue ganando el ánimo de aquellos galenos que, al borde también del desequilibrio, intentaban aliviar aquellas mentes, para ellos irremisiblemente perdidas.
El caso puede parecer chocante, y de hecho lo es, pero no llevaba un año de internamiento cuando Guadalupe consiguió lo que luego dio en llamarse «su puesta en libertad», frase a la que algunos, con ese humor negro propio de las localidades pequeñas, unieron el “su” al “puesta”, con la consiguiente doble o no tan doble lectura.
Podría decirles que era una tórrida mañana de agosto en la que el sol reverberaba en las piedras y ni siquiera los lagartos eran capaces de resistir su fuego, pero les mentiría. En realidad fue un atardecer de noviembre, llovía y, las pocas personas que pasaban junto al sanatorio, lo hacían con prisa, no sé si por temor a la lluvia o a lo que pudiese salir de detrás de aquellas tapias.
Guadalupe sintió la lluvia en la cara y sonrió. No piensen ustedes que malévolamente o con esa sonrisa estúpida que tienen algunos orates y no pocos triunfadores. Simplemente sonrió, se subió la capucha de su impermeable y abrió el paraguas.
Con paso decidido se dirigió a la estación y sacó un billete. No, no era para su pueblo, lo que a algunos de ustedes les hubiera parecido lógico -¿adónde iba a ir?- aunque a otros les parecería igual de lógico que se alejara de aquel lugar que tan tristes recuerdos le traían, si es que había conseguido recordar.
Puso el billete en su bolso y sacó un llavín y, con él en la mano, se dirigió a la oficina de correos. Una vez allí, abrió su buzón de apartado y extrajo de él un paquete que guardó rápidamente en su bolso.
Regresó a la estación y, desde un teléfono público, hizo una llamada.
-¿Eres tú, Rosendo? Soy Lupe. Dentro de una hora salgo para ahí. Hasta pronto.
Luego volvió a abrir el bolso y acarició el revólver, envuelto en un papel de estraza, esta vez sí podría afirmarse que con una malévola sonrisa.