Hoy, antes de que cambie la hora, les invito a que lean este relato
LA CULPA
Me pidió que le diera algo que fuera únicamente mío, que nadie hubiera poseído nunca; que ni siquiera lo hubieran deseado. Algo que hubiera crecido conmigo y que, de no entregárselo, también conmigo desaparecería.
Imprudente, le ofrecí mis pensamientos, pero los rechazó; por compartidos unos, otros por desvelados, por robados, en un momento de descuido, aquellos a los que tenía en mayor estima.
Insistí en mi inocencia. Le aseguré que tenía pensamientos insondables y únicos; algunos tan terribles que tenía que deshacerme de ellos ante el temor de que se cumpliesen, a pesar de la atracción que tales pensamientos oscuros ejercían sobre mí.
Los volvió a rechazar uno a uno y se rió de mi vanidad.
“No hay pensamientos tan recónditos como los que afirmas tener, ni únicamente tuyos. Sólo el mar y la muerte son insondables; ni siquiera los sueños, cuya realidad se te escapa, fatalmente, cuando despiertas y te das cuenta de que el color que soñaste no existe, que el sonido o el canto que escuchaste mientras dormías, tampoco existe o no puedes recordarlo. Alguien, en alguna parte, también lo soñó o lo soñará algún día.
Somos una gran mezcla de sangre, de sueños, de pensamientos y deseos, que recorren espacios y milenios. Y esa mezcla dispar, esa elección que el azar nos destina, es lo que nos diferencia. Dioses dispersos que se encarnan, de pronto, como ráfagas involuntarias, en árboles ajenos.”
Protesté por su empeño en reducirnos a puro azar, pero mi protesta fue débil. Me urgía cumplir su deseo ante la promesa de obtener algo suyo a cambio.
Entonces se me ocurrió preguntarle qué deseaba.
– Quiero tu sombra al mediodía-respondió- esa que ofreces cuando te inclinas sobre la arena para escribir los nombres que deseas olvidar.
Luego me recordó que me estaba vedado pedir nada; que nuestro acuerdo era que yo aceptaría aquello que quisiera otorgarme, y esa era una condición indispensable.
Pasado mi primer asombro por lo que consideré una descabellada petición, pensé que no era demasiado lo que pedía. Al fin y al cabo ¿qué era mi sombra sino un testigo, a veces molesto, de mis movimientos más secretos? Librarme de ella, aunque sólo fuera por unas horas, sería un alivio. No le pregunté siquiera para qué la quería. Accedí, incluso con cierto aire de triunfo, cuando presentí su entrega.
Cuando desperté ya se había ido y yo, en un intento por rescatar más vivo su recuerdo, ocupé su lugar y busqué su olor entre las sábanas, aunque presentía que su ausencia sería definitiva.
Desde entonces, cuando cierro los ojos, oigo ruidos que no existen. Algunos me asustan; suenan demasiado cercanos, ahí en el pasillo; pero aun así, permanezco con los ojos cerrados, esperando que se repitan para ver si logro identificarlos como suyos. Pero nunca ocurre. Los sonidos no vuelven a repetirse y son otros los que surgen y me inquietan. Luego, cuando cesan y abro los ojos, el silencio me recuerda la imposibilidad de volver a escribir sobre la arena, mientras el sol cae sobre mi cuerpo vertical y traslúcido.
Por eso tampoco puedo olvidar ninguno de los nombres que me acosan. Ellos son los únicos que prevalecen cuando yo busco, inútilmente, mi sombra al mediodía.
FIN