Literatura

LA RUPTURA

Después de asistir a la convocatoria de «Marea ciudadana» y con la amarga impresión de que ya el pueblo está cayendo en el desasosiego y el desaliento, me refugio en mis relatos que poco tienen que ver (o acaso sí) con la situación. Y digo que algo sí porque es necesario romper con nuestro abatimiento y, muchas veces, con nuestro dejar pasar, esa resignación que no conduce a nada.

 

 

LA RUPTURA

Le gustaban las tabernas, los viejos bares decrépitos donde podía mirarse en los espejos que habían detrás de las barras y reconocer su rostro borroso e intemporal entre el humo y las manchas del azogue.

Sólo aceptaba ese rostro en el que aún podía imaginarse, veinte, treinta años atrás, y reconstruirlo sin marcas de rictus amargos, los párpados libres de la indolencia y el paso de los días. Por eso entraba y permanecía horas allí, junto a otros rostros igual de difusos, a los que bastaría sólo una desviación de la mirada para enfrentarlos a una realidad tan cercana como esa voz, la suya, que ahora titubea al pedir un gin-tonic.

Se había librado de todas las ataduras, aunque no podía afirmar que fue sólo su decisión. Acontecimientos imprevistos, luctuosos algunos, habían despejado el camino que, en ese momento, dudaba en recorrer.

– Te lo advierto. No serás capaz. Demasiados errores, demasiadas culpas. Lo sabes. Pero si te vas, no seré yo quien espere tu vuelta. Al fin y al cabo, no te debo nada.

Era cierto. No le debía nada. Si acaso, algunos días con la intensidad de lo prohibido, infieles a los que aún confiaban, inseguros ante la complicidad de amistades comunes.

Luego, cuando se supo, ya no importaba. Sólo esa necesidad de terminar…

Y ahora ¿qué?

Una versión brasileña de “Mon Light serenade” de Glen Miller, que empezó a sonar en la vieja radio, sobre el vasar de la taberna, le recordó que no había luna la noche que decidió contarlo todo.

El silencio le cayó encima como una culpa más. Hubiera preferido un grito, algún insulto, incluso un amago de violencia, aunque nunca esperó una súplica. Se conocían demasiado bien.

Con una sensación de vacío en el estomago y un temblor en las manos que intentó disimular asiéndose con fuerza a la baranda de la escalera, subió a su habitación. En la maleta puso lo imprescindible, aun sabiendo que su marcha era definitiva.

No se hizo preguntas. Todo volvía a repetirse, solo que esta vez podía elegir el lugar; cualquier lugar siempre que fuera lo bastante lejos como para facilitar el olvido.

-Absurdo-pensó- Imposible deshacerse de la culpa, de esa porción de infelicidad que debía aceptar como expiación. Siempre había sido así; se lo habían enseñado muy bien y no hubo entonces ninguna rebelión. Tampoco la hubo ahora. Era inútil. Demasiado tarde.

Pidió otro gin-tonic. Sí, era cuestión de buscar una excusa: el olvido de algunos papeles importantes, aquel recuerdo familiar que siempre llevaba consigo y que con la precipitación…

Apuró el vaso. En el espejo, otro rostro contemplaba, ebrio, el suyo. No se volvió. Bajó de la banqueta y se dirigió al teléfono. Oyó una, tres, cuatro llamadas

-¿Sí? ¿Diga?…

El auricular se balanceaba en el vacío con una voz cada vez más ajena. La puerta del bar se abrió y la noche, esta vez con luna, vio perderse una sombra indecisa calle arriba.

FIN