Literatura

REMOVER LOS SILENCIOS

 

(A propósito de Los cielos que escalamos, de Juan José Delgado)

 

Todo empieza con un chispazo, un sobresalto que llega de pronto, cuando no se espera.

Es así como Juan José Delgado parece haber encontrado las palabras para hablarnos de esa imposibilidad de escalar el cielo donde un dios, mudo e indiferente, no nos espera. Porque, en realidad, son otros Los cielos que escalamos.

Es este el título del último libro de Juan José Delgado, bellamente editado por Ediciones KA

La primera parte del libro que, partiendo de una cita de René Char, titula “Un meteoro humano”, se inicia con un poema cuyo primer verso dice: El lugar que por circunstancias ocupamos es el tiempo. Y es esta la primera certeza- tal vez la única- que tiene el poeta.

Juan José Delgado parte, pues, de esta certidumbre: la de ser en el tiempo, sabiendo que su destino, como el de todos los hombres, es la finitud, y que su existencia se compone de vida y muerte, algo que ya había reflejado en libros anteriores, sobre todo en El libro de la intemperie en el que la palabra poética actúa como fijadora del tiempo que transcurre. Tráelo todo/ a ese punto donde el poema/ sigue a la espera, escribe Juan José en uno de los poemas finales de ese libro. Una idea, la de la palabra en el tiempo, que aparece también desde los primeros poemas de El cielo que escalamos: la palabra como un arma de resistencia al tiempo, como lo fueron los primeros relieves del primero hombre. Y así escribe:

Todo tuvo su razón de ser

en los relieves prendidos

en la raíz del tiempo:

                             Dar

                             a la caza

                  alcance.

 

Clara referencia, estos últimos versos, al autor del Cántico espiritual, que aquí cobra un significado que tiene mucho que ver con el deseo de perdurar

Pero ¿Cuáles son Los cielos que escalamos?

Ya el título, sacado de una cita de Gaston Bachelard, nos remite a esa “noche oscura del alma” de los místicos, inicio de un camino hacia la divinidad.  Pero no nos engañemos. Este libro no es de poesía mística, a pesar de sus referencias.  El poeta no busca a Dios. Ya tiene un dios al que enfrentarse, al que pone en cuestión, interroga y le echa en cara su silencio, su indiferencia ante el dolor del mundo, su abandono. Y si bien es cierta esa recurrencia a los místicos, sobre todo a Juan de la Cruz, igual que a lo mitológico, esto obedece a una asociación entre pensamiento y cultura, ante la necesidad imperiosa de preguntar, y el silencio del Dios al que pregunta.

En otras palabras, los poemas de Los cielos que escalamos son, ante todo, un ajuste de cuentas, un hermoso ajuste de cuentas, pero también una lucha entre el deseo de ascender y la realidad del barro sobre el que estamos y al que volveremos. Porque  la vida del hombre parece no poder elevarse por encima de sí misma y así, en el poema “Porque habló Zaratustra”, Juan José Delgado habla de la inutilidad del vuelo hacia un super hombre que no existe, porque Eres barro no superado:/ lo eres, Zaratustra… Y al terminar su lectura nos queda la duda de si ese anhelo del personaje de Nietzsche no es quizá una forma de olvidar el barro que nos convierte en iguales, aún a riesgo de que, como a Ícaro, se nos quemen las alas.

Las preguntas aparecen desde el principio, aunque no estén directamente formuladas, porque todo el libro, como la poesía, tal y como la concibe Juan José Delgado, es una gran indagación sobre el sentido de nuestra existencia; pregunta que, en este libro, traslada a un dios que calla.

Y, al no obtener respuesta, el poeta se interroga a sí mismo y hace que nos preguntemos: ¿somos, acaso meteoros que caen desde el cielo?  ¿Acaso ángeles desterrados en un terrible y odiado paraíso del que no podemos escapar porque se nos ha despojado de las alas? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Hemos fabricado nuestro propio infierno? Y, a todas estas ¿dónde está ese dios del que, al parecer, emanamos?

Emilio Lledó afirma que «las preguntas brotan no solo de una actitud antidogmática que pone en duda el fundamento del conocer, sino que preguntar surge también del interior del alma cultivada en el esfuerzo de la verdad» .Y estos dos caminos son transitados por Juan José a lo largo de este libro, en el que nos ofrece una postura que es, ante todo, ética, pues parte del reconocimiento de que no somos más que eso, uno mismo y, desde esa posición expresa su forma de ver el mundo. Porque no le bastan esas palabras que quieren hacerse pasar por certezas, porque rechaza cualquier destino impuesto. Y a pesar de que sigue considerando la vida como interrogante, es este el punto de partida de un camino en el que no pretende transformar el mundo sino llegar a comprenderlo.

 

Pronto nos damos cuenta de que detrás de cada pregunta sin respuesta se esconde un deseo de claridad, de saber hacia dónde mirar, a pesar de que no nos guste lo que contemplemos, porque Los cielos que escalamos es un recorrido por las preocupaciones del hombre, como si cada una de ellas fuera un peldaño a superar: la vida, la muerte, el paso del tiempo, el sentido de la existencia del hombre instalado en un lugar y un tiempo que no eligió. Hombre desterrado en una tierra, cuna y tumba, donde aparece la amenaza del vacío, del olvido del ser, de la pérdida, ese hueco desde el cual el poeta escribe una elegía, su “Elegía desde el hueco” en la que, entre otras cosas dice:

No dedicaré al hueco palabra liviana ni profunda

 pues me digo que nada se pierde en lo ya perdido

[por qué entonces me digo esta oración

ofrezco a la ceniza]…

 

y llega este día uno de noviembre

con flores de vidrio mortecino de la mi ventana en el hueco.

 

¿Desde dónde escribe el poeta? ¿Qué estado de ánimo lo empuja a hablar de ese hueco de una extraña ventana desde donde va a llegar el día uno de noviembre?

No sé si el poeta puede explicarlo, pero lo cierto es que la fecha no deja de ser significativa y tal vez por eso el poema sea una reflexión acerca de la imposibilidad de ser después de la muerte. Y eso nos perturba.

Como dije al principio, Juan José Delgado parece escribir impulsado por una fuerza que desconoce y por la que se deja llevar, pero, consciente de su oficio, modela y encausa todo lo que le llega, a través de un lenguaje y una forma poética que se ajustan al momento en que los poemas fueron concebidos. De ahí que se alternen poemas en prosa, versiculares, poemas en los que interviene, de forma significativa lo visual,  y poemas cortos, algunos de solo tres versos que, a manera de haikus reflejan su preocupación por el devenir del hombre. Como este que dice:

Levantado el techo

casa y hombre se miran.

 

El tiempo verá quién primero cae.

 

Ante esa imposibilidad del ser humano por luchar contra su destino, el poeta se rebela, quiere intentar que entre algún rayo de luz, y recurre al mito que, por otro lado, está muy vinculado a su estado vital.

Es inevitable la aparición del laberinto, del que Ícaro escapa hacia su propia muerte. Y, de esta manera, se castiga el ansia de absoluto de Ícaro, como se castiga a Prometeo por bajar el fuego que un cielo, /de espaldas, /custodiaba. Porque dios o los dioses parecen desear que no salgamos de la oscuridad.

Un dédalo que aparece en otros poemas; algunos con claras referencias a obras de este autor como La trama del arquitecto, título que utiliza para referirse a ese laberinto que uno mismo construye y al que necesita vencer, adentrándose en él, siendo, a la vez, Teseo y Minotauro, razón e instinto, que se enfrentan conscientes de que la posibilidad de que venza uno u otro se ignora, y su resultado final se ofrece con la ambigüedad de lo condicional. Nada se sabe, pero

Si entró Teseo y sale Minotauro,

te esperan de nuevo aquellas sombras,…

 

Si entró Minotauro y sale Teseo,

habrá un alba con hilo de luz…

 

Pero ¿quién decide? ¿Es ese entrar en el laberinto una manera de penetrar en los territorios de la muerte?

Contemplada tal posibilidad, el poeta recurre a Tiresias, el profeta ciego que conservó sus dotes adivinatorias más allá de la muerte, y al que Ulises consulta antes de regresar a Ítaca. Y Tiresias, junto al otro ciego que aparece en este libro, se convierte en un medio, un instrumento por el que el poeta, al igual que Ulises, toma conciencia de la luz y de las sombras, del peligro de las ausencias.

Marina Tsvietaieva dice: «En la nave de Ulises no había héroe ni poeta. Es un héroe quien sin estar amarrado resiste, quien sin cera en los oídos resiste, es un poeta quien aun estando amarrado se lanza al mar, quien aun con cera en los oídos escucha…»

En este caso, el poeta se lanza, pero su mar es esa necesidad de escalar el cielo. Y la recurrencia al mito es un peldaño más para llegar a la gran pregunta sobre el porqué de la existencia y formulársela a aquel ser omnipresente, que permanece en eterno y exasperante silencio: Dios.

¿Por qué este silencio?

¿Por qué no, siquiera, el agrio susurro?

¿Cuándo te hemos amordazado?

 

¿Cuándo pusiste tu rostro contra el viento

para que el silbo de tu voz no nos llegara? …

 

Pero ¿De qué o de quién habla el poeta cuando se dirige a dios?

Se podría pensar que ese dios está construido con fragmentos de la propia conciencia del escritor, como esa trama del arquitecto, pero al mismo tiempo, que este dios, creado o recreado, se convierte en un deseo de lo absoluto o de una necesidad de confirmación en la vida.

Está en esas preguntas a un gallo, en el poema que empieza: ¿Por qué siempre ocupas la cima alta del lugar? ¿Por qué no te vienes al suelo y cavas, sí, en la aurora? Y nos preguntamos quién es ese gallo, si el que anuncia cada madrugada, el que, en un momento oscuro, cantó tres veces para señalar la traición, o es trasunto de un dios indiferente al dolor humano o, al menos, distraído.

Un dios que está también en el poema “Un día en la ira de Mozart” en el que Dios desafina/ y circunda la vida con estruendos/letales de trompetas. Está en la voz del propio poeta que, en el último poema de la primera parte dice:.

[pero mi soledad sonora se inunda de músculos,/ de arterias, de hambre, de sed;…, que es, en definitiva, el reconocimiento de la condición humana de quien escribe.

Y con este despojamiento, Juan José Delgado se adentra en la última parte de Los cielos que escalamos, donde se permite la entrada de versos más claros en los que el yo, convertido a veces en un tú o en un nosotros, va escalando peldaños donde se asientan la ternura, la inocencia de una niñez contemplada desde el recuerdo, el amor o la memoria del amor.

Asumida su condición de ángel desterrado, el paisaje se torna luminoso y escribe:

El sol envía su sentencia de fuego:

 

En el cielo de los naranjales

                 cuelgan

las naranjas          encendidas.

La sensualidad que recorre alguno de los poemas, sobre todo los de esta segunda parte, está atemperada por la distancia en tiempo y espacio y, por eso mismo nos conduce a hacia la poesía gracias a la cual el poeta nos sitúa al mismo borde de la vida.

Es la tregua que nos concede, después de habernos mantenido en vilo.

Pero la pregunta permanece porque la palabra remueve silencios, porque continúa la incertidumbre. Y cada respuesta, o cada acercamiento a la respuesta se convierte en un nuevo peldaño de Los cielos que escalamos.

Está claro que, para escribir un libro de esta profundidad, es necesario no solo una madurez literaria sino también una madurez vital: un haberse preguntado una y mil veces por el sentido de la vida. Y si hacemos un recorrido por la obra poética y narrativa de Juan José Delgado, vemos cómo esta se va enriqueciendo en matices y en reflexiones, desarrollando unos temas que parten de las preocupaciones del escritor y que no por recurrentes dejan de ser atractivos y necesarios.

Tenemos en las manos un libro, Los cielos que escalamos, de Juan José Delgado que es una hermosa y acuciante pregunta por el sentido de la existencia. Una pregunta que tal vez no encuentre o, incluso, no desee respuesta alguna, porque todos sabemos -parafraseando al autor de La realidad y el deseo– que «La vida es una pregunta cuya respuesta nadie sabe»