Literatura

Presentación de EL SEPULCRO VACÍO por Sinesio Domínguez Suria

Presentación leída en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife y en el Liceo de Taoro de La Orotava

El Sepulcro vacío, de Cecilia Domínguez Luis, 2015. Nace (Nueva Asociación Canaria de Editores), Las Palmas de Gran Canaria.

 

 

Al principio de la novela, en u001na Nota Introductoria, la autora nos dice: El Sepulcro vacío es, ante todo, ficción. El origen de esta novela sí se basa en un hecho real que conocí desde muy pequeña a través de mi abuela. Una historia, la del Marqués de la Quinta Roja, que desde entonces no he dejado de recordar sin sorprenderme. La vehemencia que puso mi abuela al contármela hizo que mi imaginación se llenara desde aquel momento de imágenes de jardines misteriosos, de peligrosos secretos y de magia.

Yo he imaginado la génesis de la novela, ese salto literario que supone el trabajo de plasmar la idea en el papel, como resultado de esa complicidad entre la abuela y la nieta.  Pero antes quisiera aclarar que todo es ficción y que es difícil presentar esta novela en esta Villa de La Orotava donde se conocen los pormenores de la historia real que, incluso se representa teatralmente. En algún momento de esta presentación alguno de ustedes pudiera decir o pensar: Eso que dice no es así. Y no lo será porque la novela no es la historia tal cual, es ficción y ficción es, también, cómo les cuento el origen de la misma según lo he imaginado.

 

Entrado es el atardecer. La bombilla, de luz tenue y temblona, esparce claroscuros por la cocina. Una difuminada luz que cae sobre la recia mesa adosada a una pared y sobre las cuatro sillas. Los alrededores quedan en una penumbra que se resiste a ser oscuridad. Las sombras algo deformadas depresentacion novela2 las figuras que adornan el poyo de azulejos se proyectan en las paredes con bordes borrosos e imprecisos que no dejan adivinar su patrón original. Por la ventana que da al patio, que es un jardín lleno de helechas, geranios y dipladenias, se aprecia, en una de las esquinas, el mueble de madera con lados de celosías poligonales del viejo bernegal que propicia un ambiente fresco con solo mirarlo.

Dentro, la mesa está cubierta por el mantel de vichy, cuadros rojos y blancos algunas veces o verdes y blancos otras, ribeteado con un festonado, también blanco, elaborado con un primoroso cuidado. El frutero, lleno de plátanos, peras y naranjas, ocupa el centro de la mesa como si marcara los espacios, como si los repartiera según unos ejes imaginarios.

La niña, en esa edad indefinible en que los niños tienen caras y deseos de absorberlo todo, escucha atentamente, embelesada, la historia que la abuela, con la voz tan vacilante como la luz de la bombilla, le relata. Mientras, entre las dos, van desgranando arvejas, separando las vainas que abandonan en sus delantales y llenando un caldero con bolitas verdes. Parece un juego.

–El Marqués de la Quinta Roja era muy joven, pero enfermó y murió. No lo quisieron enterrar en el cementerio, porque era masón y en aquellos tiempos la Iglesia no permitía la masonería.

La niña no se altera ni se muestra sorprendida porque conoce la historia de memoria, de no sé cuántas veces que la abuela se la ha contado, aunque siempre le parece nueva. Ella espera que alguna vez, como si fuera algo milagroso, el relato sea otro, que el cura don Vicente se apiade del difunto y lo deje enterrar en sagrado.

Entretanto, en el fogón se va haciendo la cena o la comida de mañana, según qué días, y el aroma del cocimiento, tan conocido y tan familiar, inunda el espacio con la confusa conversión de los olores en sabores de alimentos nacidos de la tierra. La abuela se levanta un instante, recoge y dobla su delantal para que no se le caigan las vainas al suelo, lo deja sobre su silla y va al fogón, abre la tapa del caldero, remueve el guiso y un hilillo de humo blanco se escapa y se diluye en el aire. Luego, enseguida, vuelve a su silla de siempre, esa que tiene ya sopesado su cuerpo y, a veces, el alivio del reúma de sus rodillas. Toma el delantal para seguir con su trabajo.

La niña, respetuosa, ha guardado un silencio cauteloso y ha aprovechado para recoger las vainas amontonadas en su delantal y en el de la abuela, las ha reunido y las coloca en el lado de la mesa que no estorba.

–Sigue, abuela…

–¿Por dónde iba?

–El cura no quiso enterrar al Marqués en sagrado.

Desde afuera, desde el jardín cada vez más oscurecido, llega el canto cercano de un grillo y un ladrido lejano que se repite tres o cuatro veces. El grillo, sin duda amedrentado, cesa en su canto.

–Es el “Mencey” porque don Pedro regresa de su trabajo… –dice la abuela algo ensimismada, como si su nieta no lo supiera, como entretenida con querer oír el abrir y cerrar de la puerta de la casa vecina. Al poco, continúa–: Doña Eulalia, la madre del Marqués, decidió entonces hacerle un mausoleo, que aún hoy se conserva, en los jardines de su mansión. Mandó traer mármoles de Italia y encargó a un arquitecto el diseño del sepulcro.

Las palabras fluyen de la boca de la abuela en el mismo orden y con la misma cadencia y tono con que las ha dicho siempre. A veces, no puede ni quiere evitar cierta vehemencia apresurada, como si el traer los mármoles de Italia hubiera sido un esfuerzo ingente propio de un hercúleo coloso mitológico.

En medio del relato, la labor de desgranar arvejas ha terminado. La niña guarda en una bolsa de papel las vainas vacías, se levanta y las tira a la basura, descorriendo la cortinilla debajo de la encimera. En su ir y venir del poyo a la mesa, coge el caldero lleno de arvejas y lo coloca junto al fregadero. El relato queda interrumpido hasta que ella vuelve a la mesa en la que nada parece haberse alterado. El frutero sigue cubriendo el centro y el mantel de vichy apenas ha sido removido.

–Cuando doña Eulalia, la marquesa, terminó el mausoleo y quiso trasladar a él los restos de su hijo, se encontró con que doña Isabel, la esposa del Marqués, su nuera, se le había adelantado, había ido a visitar al Papa y había conseguido que esos restos estuvieran ya en el cementerio. Por eso, el sepulcro quedó vacío. Por eso, la madre del Marqués y la esposa se llevaban tan mal.

–Por eso –replica la niña–, y por lo de los libros.

La abuela sonríe. ¿Para qué contarle otra vez la historia a su nieta? La niña parece poner a prueba la memoria de la abuela. No obstante, esta continúa con el relato como si no hubiera tenido en cuenta la interrupción.

–Eso es –dice la abuela. Es una afirmación tácita, la confirmación de que la historia va por ese camino–. Por los libros que hablaban de la masonería que doña Isabel, la esposa del Marqués, obligó a su suegra a quemar en los jardines de su mansión porque no quería que su hijo Pablo, que apenas había conocido a su padre, supiera de las andanzas de este. Ella, que era muy religiosa, se lo guardaba y callaba todo. Doña Isabel y el Marqués habían tenido tres hijos pero los dos primeros habían muerto desde muy pequeños. El tercero, Pablo, que es el protagonista del cuento, nació muy débil y la madre quería protegerlo a toda costa. Protegerlo de enfermedades y de la influencia de su abuela. Ese era otro motivo de la tensión que siempre existió entre las dos señoras.

La abuela, muy activa, se incorpora de nuevo, va al fogón, levanta la tapa del caldero, le da dos o tres vueltas al guiso que, en aromática ebullición, perfuma el aire. Cierra la espita del gas y el fuego se extingue.

–Ya está la comida de mañana –dice con cierta satisfacción–. Un potajito de berros que huele a gloria bendita.

Se hace el silencio y parece llegada la hora de salir de la cocina y marcharse a dormir. El ámbito se contagia de aquel silencio ligero y definitivo.

–Sigue, abuela…

–Mañana.

–Pero, abuela, la cruz celta, el cisne de mármol…

–Mañana…

Más tarde, en su habitación, la niña sigue rememorando los pormenores del cuento. Por entre los pliegues de las echadas cortinas de la ventana ve la inmensidad del cielo. Mañana, la abuela continuará el relato en donde lo ha dejado, o lo empezará, quién sabe, y hablará de los símbolos de la masonería que el arquitecto que construyó el sepulcro quiso poner en el frontis; del compás, de la escuadra, del ojo inscrito en el triángulo, y de los adornos de la cruz celta y del cisne de mármol que la nieta tiene tan presentes. Hablará de Pablo, de cómo crece, de cómo hereda los bienes de su abuela, de cómo vive en la casa de su madre mientras indaga en las cosas de su padre. Hablará de Matías, el sirviente que hace de jardinero, que le cuenta los hechos pasados a escondidas de doña Isabel. Pablo rebusca en los antecedentes de la familia, quiere llegar al origen de los sucesos, de los porqués.

–¿En dónde quedamos ayer? –pregunta la abuela al atardecer del día siguiente. Es la misma escena repetida del día anterior, la misma luz y las mismas figuras borrosas proyectándose en las paredes. Solo que hoy toca plancha mientras la comida de mañana se hace al fuego.

–En que la marquesa y su nuera se llevaban mal. Lo de Matías…

–¡Ah, sí! Matías conoció los hechos del Marqués porque su padre se los contaba –atrapa la abuela el relato.

A la vez que una de las planchas de hierro se calienta en el fogón, la abuela pasa la otra por las sábanas, las camisas y los manteles. El vapor del agua que la mano de la abuela, un natural y primitivo rociador, ha extendido sobre las prendas parece llamar la atención con su fino y penetrante silbido. La ropa ya planchada la va amontonando sobre el asiento de una de las sillas.

–Matías, que es aficionado a la taberna, cree ver a cada poco el espectro del Marqués que, como alma en pena, lo persigue para apremiarlo y el espíritu de la Marquesa que le envía mensajes desde el más allá para que siga cuidando a su nieto. Pablo, cuando ya es un hombre, busca y rebusca en la biblioteca de su abuela y en los libros que Matías salvó del fuego, habla con sus amigos de La Orotava, Santa Cruz y Paris e irá comprendiéndolo todo. Terminará abrazando la masonería.

La abuela, de pie delante de la tabla de la plancha, como tantas otras veces, se acerca una silla y acomoda su cadera derecha contra el espaldar. Planchar es una tarea que le cansa. La nieta, que ya sabe que no debe insistir, que el relato ha terminado, la ayuda a doblar las prendas y a ponerlas sobre la silla. Seguramente, mañana será otra historia y vaya usted a saber cuándo vuelve la abuela a contar lo del Marqués de la Quinta Roja.

 

Los años han pasado. La niña de entonces, que cada vez que visita los Jardines Victoria, lo dice Cecilia Domínguez, ve el sepulcro vacío y recuerda la historia que su abuela le contaba, decide escribirla y, como Pablo, inicia una búsqueda intensa –esta es una novela de búsquedas–, investiga en libros de historia, en los que hablan de la masonería, en la literatura de aquellos tiempos, en el lenguaje de la época, en los estilos de Pérez Galdós, Clarín, Balzac, Víctor Hugo y pasa cerca de dos años en la tarea de desentrañarlo todo. Al leer El Sepulcro vacío se puede constatar que es una novela socialmente muy trabajada que ha supuesto un considerable esfuerzo para su autora.

No puedo dejar pasar el comentar varios aspectos. El primero, el rigor histórico alrededor de las investigaciones sobre la masonería, la construcción del templo masónico de Santa Cruz o la referencia a la estación d’Orsay de Paris. Eso constituye una aportación metaliteraria de la historia en la novela. El segundo, la novela es, sin dejar de ser ficción, una minuciosa reconstrucción de un pasado que muchas veces parece real: Pablo estudia Derecho, viaja a Paris para tener una entrevista con Jean Paul Rocherau, habla con Luis Freixa, ambos amigos de su padre, se enamora y se casa con Andrea… La historia que Cecilia Domínguez nos plantea está muy bien estructurada, es una ficción absolutamente creíble. Su intensa búsqueda ha resultado tan fructífera y eficaz como la de Pablo, su protagonista. Tercer aspecto: El Sepulcro vacío es una novela de amor entre Pablo y Andrea, un amor no bien visto al principio por la madre, por Doña Isabel, un amor romántico que, como los amores románticos, termina con la muerte de Andrea contagiada por la gripe española. Como cuarto aspecto destacaría a los personajes, muy hechos y mejor tratados. Los principales: Pablo, prudente y al mismo tiempo tesonero que no quiere disgustar a su madre; doña Isabel, religiosa ferviente, sojuzgada por don Vicente, el cura maniqueo que quiere controlar a la señora; Andrea, la joven de buena familia, estudiosa, que mantiene un difícil equilibrio entre su voluntad y las manías de su futura suegra. También los personajes secundarios gozan de vida propia: Clementina, que encabeza una servidumbre incondicional; Matías, casi un principal, que se apoya en las narraciones de su padre, un hombre del sur de la isla que se viene a vivir al norte; Antonio que toma el relevo de Matías cuando este, en una rápida decisión, regresa al sur por poco tiempo; Rafael, el cochero; Fuencislo; Virgilio, el vidente que le trae a Matías noticias de la marquesa; los amigos de Pablo… Y en quinto y último lugar –y hay que decirlo– que, formalmente, la novela está muy bien editada por Nace (Nueva Asociación Canaria de Editores).

Esta amalgama de aspectos hace –y termino– que la novela sea redonda, que se lea con interés, con ese matiz de lo modernamente realista que desciende hasta el detalle. Y sobre todo, se ve, se palpa casi físicamente, toma cuerpo, la pasión de la autora por esa profesión vivificadora de la literatura cuya única recompensa es la satisfacción íntima de culminar una historia y de transmitir a los demás lo que se lleva dentro. Y eso es muchísimo. Un regalo que todos agradecemos a Cecilia Domínguez.

 

Sinesio Domínguez Suria