Querido:
Cuando leas esta carta yo ya habré cruzado el charco y estaré a punto de aterrizar en un lugar, al otro lado del Atlántico, cuyo nombre no pienso decirte por si se te ocurre venir a buscarme.
La verdad es que no sé por qué te llamo así. Debe ser la fuerza de la costumbre porque, realmente, querido, no te quiero. Es más, diría que te odio amigablemente; y para que veas que no te guardo rencor, he perfumado esta carta con agua de almendras, que no sé si te gusta, pero es un detalle.
Sí, lo reconozco, te quise mucho, o al menos eso creía cuando me casé contigo en contra de todos mis principios, es decir, por la iglesia y con banquete. Pero qué quieres, siempre me gustaron los tipos altos, de buen ver- como diría mi madre- y con una mediana inteligencia.
Tú parecías reunir todas esas condiciones, y pasé por alto el defectillo de que fueras católico, apostólico y romano y, encima, practicante. Lo malo fue que, con el tiempo y dada tu obtusa cabecita, indagué y supe que la carrera de ingeniero se la debías a tu padre y a sus amistades. Y es que, ya se sabe, llevarse bien con los profesores de la Escuela, ya es un punto.
Tampoco supe interpretar, en su momento, las lágrimas de tu madre. Pensé que eran debidas a la emoción, a esa mezcla de tristeza y alegría por el hijo que se casa y abandona el hogar. Vamos, lo del “nido vacío”. Ahora tengo la seguridad de que lo que realmente sentía tu madre era conmiseración y un cierto sentimiento de culpa hacia mí; porque ella, como toda madre que se precie, no iba a advertirme de lo cafre que podías llegar a ser.
Te dirás, con esa fanfarronería que te caracteriza, que bien que notabas la envidia de algunas de mis amigas, las miradas de satisfacción de mis progenitores, la cara de beatífica idiotez del cura- amigo de tu familia, por cierto- que nos casó, aparte de mi cara de lela. Sí, chico, tienes razón, de todo eso hubo pero es que “¡ella (o sea, yo) no sabía!”, y los que te conocía de verdad, callaron como muertos.
Al principio, muy al principio, la cosa fue bien, todo hay que decirlo. Yo te admiraba. Parecías tan seguro de ti mismo, tan alegre, tan amigo de tus amigos, tan solícito. Un poco fantasma, también, pero yo, en mi ceguera, me repetía: seguro que lo hace en plan gracioso.
Y, siguiendo con la gracia, un día te dio por decirme que para qué seguía trabajando en aquel laboratorio (paso por alto tu calificativo), si con lo que tú ganabas nos daba de sobra. Y para remate de la faena, me mostraste tu preocupación por si me ocurría algún accidente, me envenenaba o explotaba una probeta en mis manos, como si el título de Doctora en Ciencias Químicas lo hubiera sacado en una tómbola o como tú.
Yo, incapaz de entender que ibas en serio, te seguí la broma, hasta que un día no pudiste con tu condición y, como quien me perdona la vida, me dijiste que estaba bien, que podía seguir trabajando si tanto me empeñaba, pero que no olvidara que era en el hogar donde la mujer debe realizarse y eso era más importante
Yo te interrumpí preguntándote que más importante que qué. Entonces tú me miraste como si yo fuera idiota y me echaste un sermón que parecía sacado de “La perfecta casada”, cuyo nefasto libro, me consta, no has visto ni por el forro.
Patidifusa. Fue así como me quedé y, en décimas de segundos, se me cayó la venda de los ojos (imagino que sí entenderás esta metáfora). Lo que me faltaba: eras de esos de “la mujer en casa y con la pata quebrada”, guardando las formas, esos sí, pero poco.
Me dirás, en tu defensa, que eso no es cierto, que de vez en cuando íbamos a conciertos o a ver alguna obra de teatro. Y yo tan agradecida porque pensaba que lo hacías por mí (tú eres tan aficionado a la música y a la escena como yo a los toros o al fútbol), hasta que caí en la cuenta de que aprovechabas los descansos para encontrarte “por casualidad”, con futuros clientes. Y el colmo llegó cuando, tan magnánimo, me recalcaste que “encima” me dejabas salir con mis amigas.
Aquello fue el inicio de las broncas, un día sí y otro también.
Bueno, un descanso. Sé que esta carta te parecerá un poco larga pero, conociéndote, también sé que la leerás hasta el final, porque te encanta que hablen de ti, aunque sea mal, y no te vas a perder el resto.
Imagino que al leer estas confesiones mías te llevarán los demonios, te sudarán las manos y hasta sentirás un poco de ahogo. Normal, estamos en agosto y la ola de calor que anunciaron certeramente para estos días, estará cayendo como una maldición sobre tu ya no tan esbelto cuerpo. Tranquilízate, respira hondo y abre la ventana.
Yo lo intenté. Sí, intenté hacerte comprender, pero tú, como buen ingeniero, no te bajabas del burro. Y en vista de que la cosa no tenía remedio, se me ocurrió sugerirte un divorcio “por las buenas”. Eso lo recordarás perfectamente porque te pusiste como un energúmeno y me contestaste que de divorcio nada, que tú eras de esos del matrimonio para toda la vida y que tocaba joderse (a mí, por supuesto). Además, concluiste con un «¿Qué más quieres? Soy un hombre atractivo, un ingeniero importante y rico. Cualquier mujer se sentiría la más afortunada del mundo.»
Ante ese alarde de hombría (por no decir otra cosa) ¿qué hacer? Te volví la espalda y me marché al laboratorio con la excusa de terminar un trabajo pendiente.
Nada cambió cuando- como dice tu madre- “te echaste una querida”. Ni en eso fuiste original: tu secretaria, sumisa ella. ¿Puedes creer que hasta me alegré? Pensé, ilusa de mí, que igual con ese nuevo entretenimiento me dejarías en paz. Pero de eso nada, al contrario, se reforzó tu ego y todo fue de mal en peor.
Una noche te vi durmiendo junto a mí. Roncabas como un descocido. Te miré, te miré y me di cuenta de que no solo no me atraías sino que me producías rechazo, como un repelús inaguantable. (Sí, ya sé que esto no me lo creerás aunque te lo jure)
En fin, querido- otra vez mi vieja costumbre- comprendí que si seguíamos así yo terminaría odiándote cada vez más, aborreciéndote, engañándote y a saber qué graves pecados más. Así que, muchacho, he decidido empezar una nueva vida, porque contigo, hasta ahora, he “vivido sin vivir en mí”. Imagino que no tendrás ni idea de a quién plagio, porque bastante tienes con ser ingeniero para ,encima, estar leyendo.
Y pensando, pensando, me dije:«Mira, lo que tienes que hacer es poner tierra y mar por medio.» Y aquí estoy, muy lejos de ti, y no sabes lo feliz que me siento.
Pero para que veas que, en el fondo, soy una buena chica, te repito que no te guardo rencor y te deseo “que seas feliz, feliz, feliz: es todo lo que pido en nuestra despedida aa”, con tu secretaria o la que te aguante.
Hasta nunca.
Cloe
P.D. La canción del final , que, por supueto, te dedico, es de
No pudo seguir leyendo, el ahogo fue en aumento y la carta resbaló de las sudorosas manos del ingeniero, antes de que este se desplomase.
En ese mismo momento, Cloe se preguntaba si ya habría hecho efecto el cianuro con que impregnó la carta, mientras sonreía maliciosamente.
FIN